Aparecieron flores lilas

Ando dando tumbos por la yerba que cubre la tierra desigual. Voy despacio y con cuidado, pero de pronto se hunde un poco y mi pie inseguro vacila de nuevo, amenazando con tirarme al suelo de golpe. Mi inseguridad al caminar es absoluta. Y así, el cementerio al que llevo yendo hace 32 años, que me ha visto envejecer y debilitarme, ahora observa en su silencio cómo estoy llegando al fin de poder ir allí sin la ayuda de un bastón.

El tiempo ha ido pasando, tantas cosas han sucedido en estas más de tres décadas desde que mi madre murió. Al principio, creo que hasta después de un año de su ida, iba muy a menudo, después fueron los domingos y las fechas significativas a ponerle flores, a hablarle, a rezar, pero más que todo a estar con ella. Era la mayor necesidad que sentía muy dentro de mí: estar a su lado, aunque siempre supe que no estaba allí. Eran sus huesos. Mima estaba en otra parte.

Sin embargo tenía la certeza de que escuchaba lo que le decía. Era tan reconfortante saber que me oía, me entendía, me había perdonado. Puedo dudar de cualquier cosa, menos de su amor por mí, me lo demostró con creces infinidad de veces, ¿Cómo no me habría perdonado? Me quiso y quiere mucho, y yo a ella. Pero pude vivir cuando se fue. Vivo. Nada ha sido lo mismo, por supuesto, mi vida dio un giro tan radical y la vez glorioso que todavía hoy no lo comprendo del todo. Conste, no indago, porque me rebasa. Difícil de entender, pero ocurre. A veces una persona tiene que sufrir mucho, caer en el precipicio más profundo y atroz para que renazca de nuevo transformada. Ésa fue la hora de mi muerte y resurrección. Pero como Cristo resucitado, llevo visibles las cicatrices de mi sufrimiento: el de su muerte; el de la viva consciencia que tengo –después que ella misma me lo confesó– de que me quiso abortar por todos los medios que tuvo a su alcance, que no quería que yo naciera, que me rechazó los primeros años de mi infancia; nuestra mutua necesidad, en mi inconsciente hasta que no lo supe, de no hablar de algo que se mantuvo como un misterio hiriente entre las dos, que se interponía en que nuestra relación fuera más normal o transparente o totalmente verídica. Y sin embargo, no hubo relación de amor más verídica que la que vivimos ella y yo. Imposible explicar este enigma de forma más comprensible.

Hoy, 9 de nobiembre, es el día de su cumpleaños, por eso fui a visitarla. Fue hermoso hacerlo. Rumbo al cementerio se me ocurrió recoger flores silvestres por el camino, en vez de complarle rosas amarillas, blancas, rojas o claveles o nardos u otro tipo de flor bella. Manejando empecé a mirar a un lado y otro, nada. Mucho verdor, eso sí, pero difíciles de cortar con las manos por su tallo o arrancar para llevármelas. ¡Ah! Pero me aguardaba una sorpresa preciosa. Ante mí aparecieron las flores lilas que me gustan y se dan silvestres. Detuve el carro y arranqué algunas, las más grandes y saludables. Unas hojas verdes que vi. Limpio la lápida a menudo, pero el tiempo va borrando parte de los textos. Debajo dice: «El Señor es mi pastor, nada me falta.» (Salmo 23).

Mima sembrando lo que llegaría a ser un gran árbol de sombra en la década del 70 en Puerto Rico, cuando volvió a ejercer su profesión de maestra en esa isla donde vivimos 17 años y que tanto queremos.

 


Pienso en el momento de su nacimiento en el pueblo de Viñales, provincia de Pinar del Río, Cuba, el 9 de noviembre de 1917. Quién se iba a imaginar lo que pasaría aquella niña recién llegada al mundo, lo que sufriría aquella madre que acababa de darle a luz. El padre murió antes de 1959. José Antonio Morales, el ebanista de exquisitos muebles, que habitaron siempre nuestra casa en Cuba. No llegó a vivir el desmembramiento de su familia, ocho hijos, más de 20 nietos, y toda la gran descendencia que siguió. Una familia larga y separada. Muchos marcharon al exilio, otros se quedaron allá en contra de la revolución, no pudieron salir, y otros, los menos gracias a Dios, fueron comunistas. La típica familia cubana: desgarrada, dañada antropológicamente allá y acá –el daño antropológico se sufre también en la diáspora, es otro tipo de daño–, doliente, deformante, doloroso.

Mi madre, a pesar de padecer siempre de ansiedad, enfermedad mental que heredé, estuvo siempre, como se dice «a la altura de las circunstancias», ¡y qué cirsunstancias! No las contaré ahora, me hace daño recordar los motivos y altibajos de las mudanzas constantes; el terrible desengaño con mi hermana, pobrecita no tuvo culpa de ser como fue, que descance en paz junto a Dios, a Mima y a su esposo, era lo que más quería y repetía adentrada ya en su enfermedad de Alzheimer. Le doy gracias al Creador de que Mima no la vio así; los trabajos que pasamos juntas; mi padrastro, con quien vino de Cuba; su ilusionado matrimonio con él un mes antes de que viniéramos mi hermana y yo para Miami; sus pocos años conviviendo con su marido que resultó ser alcohólico en el exilio, hasta que se divorciaron en 1966;  su existencia, a veces solitaria porque yo me había ido, de nuevo, a residir a otra ciudad, aunque siempre regresaba en poco tiempo. No pude vivir sin ella, sin su cercanía, aunque viviera en otra casa, cerca de ella siempre. 

Mima. Qué felicidad que nací para quererte, para que me quisieras y confiaras en mí como en nadie. Y yo en ti. No he querido en la vida a nadie más que a ti. Qué pena que salí homosexual y no te pude dar nietos. Pero qué dicha saber, haber vivido a plenitud, felizmente, tu aceptación de mi orientación sexual. A pesar de nuestros mutuos y callados reproches, nos quisimos entrañablemente, nada superará ese amor. Y anhelo el día en que llegue mi muerte para reunirme con Dios, que es tan bueno, y contigo, para toda la eternidad. 





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