El regreso

Es probable que en unos meses regrese a Cuba. Ya hice todos los trámites necesarios que exige el gobierno comunista. He ido seis veces, la última fue en 2019, cuando todavía no habían cambiado las leyes migratorias que esta vez me afectan a mí y a todos los que nos fuimos de Cuba en la década del 60. Hasta ahora nos exigían viajar con el pasaporte estadounidense. Pero ahora el que cuenta es el pasaporte cubano con el que salí de mi país. Siempre lo he guardado como algo valioso identitariamente, sentimentalmente. Me fui de Cuba hace 62 años. Todo ese tiempo he anhelado volver. Continuar mi vida allá, en mi país, ser y estar de donde soy. Lo he intentado dos veces, pero no ha podido ser. Quizá esta vez lo logre. Con esa idea dándome algunas vueltas en la cabeza voy. Consciente, muy consciente de que no suceda y de que, si decido mudarme para Cuba y el gobierno me «concede el permiso» –soy ciudadana cubana– esa decisión podría ser un inmenso error que podría pagar con la vida. Dispuesta estoy a darla con tal de vivir mis últimos años en Cuba y allí morir, donde nací.

En el largo tiempo que he sobrevivido en la diáspora –he residido en Nueva York, Nueva Jersey, Boston, Houston, San Juan, Santiago de Chile, Madrid y Miami– mi deseo de regresar a vivir para siempre en mi tierra natal no ha disminuido. Es un anhelo latente, un sueño imposible, hasta ahora.

Sé muy bien que no es normal este sentimiento que me define, o mi actitud ante la vida que me tocó vivir habiendo salido rumbo al exilio siendo una niña. Por Dios, lo razonable, lo normal es que me hubiera integrado, diluido, incorporado plenamente a esta nueva cultura, la estadounidense, donde he vivido la mayor parte de mi vida, a la que llegué siendo una inocente escolar de 13 años. Tengo 76 y estoy jubilada después de toda una existencia intensamente dedicada al periodismo. He tenido una experiencia universitaria y profesional muy satisfactorias. Pero no he sido feliz. Por varias razones, una vital es sentirme extranjera, que no pertenezco. Amar apasionadamente una nación, la tuya, a la cual sólo puedes ir de visita por corto tiempo y regresar a ese espacio donde habitas que llaman exilio. Para mí la felicidad hubiera sido nunca vivir exiliada. Concibo que la verdadera dicha se funda viviendo a plenitud en el país donde naciste y te criaste hasta llegar una edad, como fue mi caso, en que ya se ha formado tu identidad, perteneces raigalmente a una cultura, a una nación y los símbolos patrios son innatos a tu ser, son los signos que te dan tu identidad.

He residido siempre en un país democrático, la libertad es mi seña de identidad. La valoro extraordinariamente, la amo. No me imagino lo que sería vivir en un estado totalitario, en una autocracia, careciendo de la libertad con las que nace todo ser humano, lo que le otorga la dignidad de persona que le da Dios al nacer.

¿Qué hacer? Pasar los años que me quedan de vida aquí, sintiéndome segura con todos los recursos y comodidades que tengo? Buenos médicos, un seguro de salud excelente, medicamentos para mis variados padecimientos crónicos? Hasta ahora mi vida de jubilada me satisface en lo material e intelectual. Leo mucho, puedo comprar los libros que quiero y leerlos placenteramente durante las horas que quiera. Excelentes fuentes de streaming para ver lo mejor del cine o de series de TV fascinantes. Buena alimentación, paseos si me placen y así hasta que llegue la muerte. Estoy en ese umbral, que puede ser un poco más estrecho o amplio. Hablo de tiempo: tres años, seis o menos. Cuando mi Creador lo decida.

O abordar un avión y en estas circunstancias permanentes de fragilidad y algunos padecimientos crónicos (asma, artritis severa, ansiedad, depresión, con una válvula del corazón «moderadamente problemática», dolor ante el recurrente recuerdo de mis muertos, es decir, por la pérdida –algunas muy recientes– de mis seres más queridos. En estas condiciones, repito, regresar a Cuba con el proyecto de vida –cierto, muy tarde se cumpliría–

Continuará….

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