La primera parte de este escrito es de Carlos Romero, un amigo de Facebook a quien no conozco personalmente. La segunda parte la escribí yo, no en Facebook, sino aquí en mi blog. Por alguna razón que desconozco el corto escrito de Romero en esa red social ha abierto las puertas de mi propia memoria de esa época y lo que siguió. Quiero contar mi versión de esa era. Difiere de la de mi amigo, pero como a él, forma parte del eje de mi vida, con la inmensa diferencia de que yo soy una exiliada cubana, él es guatemalteco y vive en su país. Que yo sepa no conoce la experiencia de ser exiliado en Estados Unidos, y tener una identidad conflictiva: cubana y estadounidense, que te hace ver y experimentar las cosas muy diferentes. Nacer y vivir en el país de uno sin tener que abandonarlo nunca, inmersa felizmente en tu cultura es, para mí, algo paradisíaco. Yo fui arrojada de mi Paraíso: mi patria y mi niñez.
Misil supersónico ruso capaz de transportar ojivas nucleares. Ya se lanzó, pero sin bomba nuclear, a Kiev, Ucrania. Tiene un poder de destrucción devastador, aun sin ojiva nuclear.
Soy parte integral de esa generación. La descripción de las transformaciones de la técnica que ocurrieron en esa época llena de historia que transformó al mundo está muy bien hecha. Pero faltan elementos cruciales que yo me tomo la libertad, porque Romero me dio el pie para la décima, como dicen los guajiros cubanos. Décima que me trasciende, necesito formar parte de esta reflexión sobre los años que nos liberaron y encerraron, nos regaló el gozo de la esperanza y después se quitó la máscara y nos mostró nuestra monstruosa realidad. Sabemos que «el progreso» como línea que nos conduce a un lugar mejor, incluso o sobre todo, a ser un mejor ser humano no existe. No hay nada más que un círculo, todo vuelve a repetirse y a veces mucho peor, como me parece ahora en esta segunda década del siglo 21, tercer milenio.
No voy a escribir sobre esta época, me limitaré a algo que me gusta y es muy efectivo: mostrar imágenes de la historia, no intentar narrarla, no soy historiadora, pero sí he vivido la experiencia de estas décadas.
Estamos en 2024. Mencionemos sólo algunos hechos ineludibles que han cambiado para bien y para mal el mundo, y específicamente, Estados Unidos, donde vivo. Conste estoy plenamente de acuerdo con Romero en cuanto a los elogios y la fascinación con la tecnología de punta, y el bien que nos ha hecho ser testigos de cambios magistrales logrados por el cerebro humano. No entraré en la inteligencia artificial, que él no incluye en su narrativa del jubiloso camino lleno de inventivas humanas que le tocó vivir.
Mientras que la tecnología abarca un amplio espectro de conocimientos y herramientas para transformar nuestro entorno, la inteligencia artificial representa una rama específica de la tecnología que busca emular y potenciar las capacidades cognitivas humanas a través de sistemas computacionales avanzados. Vamos, a dónde hemos llegado en este inmenso campo, Cristo amado.
Cierto, pero añado otros caminos que se abrieron a la par, otras inventivas o creaciones humanas que fueron sucediendo y que me parecen tan trascendentes como la tecnología y la inteligencia artificial. Seré breve, las imágenes que pondré les hablarán de mi generación y la de Romero mucho más que las palabras.
Todo comenzó, en efecto, en la década del 60. Fue una verdadera revolución social que cambió el mundo para siempre. Las transformaciones iban siguiéndose unas a otras, naciendo espontáneas, como si hubiera llegado su hora en la historia y no podían dejar de nacer. Era el alumbramiento de una nueva era con muchas luces y muchas sombras, como veremos, no todo es tecnología y no toda tecnología es para bien de la humnidad, eso lo sabemos.
Mencionemos algunas, las más significativas e históricas: la llamada liberación sexual; la lucha del feminismo más auténtico, para las mujeres el gran liberador a nivel personal, académico, laboral, social; la terrible guerra de Vietnam; el movimiento hippie y las marchas en contra de esta guerra y de todas las guerras; la lucha por los derechos civiles de los negros, con Martin Luther King, Jr. al frente, sin duda uno de los intelectuales cristianos y líder indiscutible de la liberación de los negros en Estados Unidos, también el arduo logro que se obtuvo después de muchas otras manifestaciones nacionales, de estos ciudadanos discriminados por el color de su piel, de poder votar en las elecciones como los otros ciudadanos de este país; el despertar social de los millones de hombres y mujeres homosexuales que, hastiados del abuso, el rechazo y la discriminación en los trabajos y la sociedad, se organizaron y formaron el frente Gay Liberation Movement; la penetración monstruosa del comunismo en Cuba; la Crisis de Octubre, cuando misiles nucleares soviéticos fueron instalados en Cuba y estuvimos literalmente al borde de una guerra nuclear. Histórico y doloroso hecho que ha marcado la vida de millones de cubanos: la separación familiar a través de los años, hoy suman más de tres millones los que viven en la diáspora; la influencia e impacto que tuvo la llegada de Fidel Castro al poder en 1959 y a partir de ahí su política imperialista en América Latina. La mayoría o mejor dicho, todos los movimientos comunista que iniciaron su lucha guerrillera para derrocar a sus respectivos gobernantes, fueron influenciados por la lucha de Castro y los guerrilleros en la Sierra Maestra, y la mayoría de ellos fueron entrenados para esa lucha en Cuba. ¿Cuántos muertos han causado esta ola gigantesca de violencia en todo el continente? Pienso en El Salvador, Guatemala, Perú, Argentina, Chile, Venezuela, Nicaragua. Jamás sabremos cuántos, pero no nos equivocamos si decimos que pasan de cieentos de miles de latinoamericanos. Continuamos: el inicio y actual auge de las grandes migraciones globales; el impulso renovado de la derecha global, el nazismo en varias partes del mundo, incluyendo en Estados Unidos y Alemania; la abismal propagación de las drogas y la muerte que esta trajo a cientos de miles de jóvenes, sin contar los millones de hombres y mujeres de todas las clases sociales que hoy son drogadictos en Estados Unidos; la venta y propagación de armas de fuego en la población, causante, entre otros crímenes, de las crecientes masacres con los fusiles de asalto en las escuelas; el triunfo de la oligarquía y la plutocracia global en Rusia y Estados Unidos, es decir, fin de un capitalismo moral, humano, guiado por el libre mercado y la propiedad privada, pero también con los principios éticos mínimos de una sociedad sana, no la consolidación de la clase multimillonaria dominada ahora por una avaricia y un cinismo devorador de conciencias. Su búsqueda del poder político se ha consolidado también, porque ya obtuvieron, robaron mejor dicho, demasiado dinero, les aburre, parece, poseer sólo dinero, llega para ellos el momento de obtener o robar todo el poder; que puedan mientras a través de él se enriquecen más; la creciente falta de compasión con los que sufren, la corrupción mundial; la próxima devastación de la tierra por la destrucción humana del medioambiente, el calentamiento global; la conquista parcial pero muy significativa del espacio con la invención y creación del Telescopio Hubble y del Webb Space Telescope, capaces de fotografiar el cosmos y nos reveló un universo jamás imaginado. A su vez, ha ido aumentando la falta de sentido y propósito de vida que siente el ser humano; la falta de fe en Dios y el endiosamiento del hombre son dos fenómenos que se dan casi a la par. La falta de esperanza, la aniquilación de la humanidad por la III Guerra Mundial es muy probable que ocurra, así nos lo está advirtiendo Putin desde hace meses. Y violando acuerdos internacionales ordena construir más y más misiles de largo alcance que pueden transportar bombas nucleares. El destape de una Iglesia católica institucional hipócrita, mentirosa, jueza mucho más que madre misericordiosa que es lo que debería ser; el renacimiento del misticismo y la vida contemplativa y me refiero aquí específicamente en el mundo católico, gracias a Dios; la necesidad y convicción de la gente de definirse como personas espirituales, pero no de pertenencia a una religión. Sobre este tema escribiré mucho más, porque es necesario y no es simple. Yo soy católica, practico mi religión, pero me identifico con los que critican y condenan la trayectoria de la Iglesia católica institucional, jerárquica. Celebro el papado de Francisco, que tanto bien ha hecho por salvar una institución prácticamente en ruinas cuando él llegó. Ya vemos cómo ha luchado y las muchas cosas puntuales necesarias que ha logrado, contra viento y marea. Muchas otras se quedan por consolidarse y crecer, él ha sembrado las semillas. Pero la cizaña ha crecido poderosamente alrededor de él.
Fuimos la última generación que soñó con un mundo mejor, que tuvo esperanza y luchó por ideales hermosos, por la justicia y la paz. ¿Fue todo en vano? Pienso que sí. Pero no perdimos el tiempo, nos dio una razón de ser en este mundo sin sentido que nos tocó vivir.
Los misiles nucleares soviéticos colocados en Cuba podían alcanzar Washington en minutos.
La encíclica «Dilexit Nos» del Papa Francisco aborda el amor humano y divino a través del símbolo del Corazón de Jesucristo. En un mundo marcado por el consumismo y la superficialidad, el Papa invita a redescubrir la importancia del corazón como centro de la vida humana y espiritual.
«Nos amó», dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Rm 8,37), para ayudarnos a descubrir que de ese amor nada «podrá separarnos» (Rm 8,39). Pablo lo afirmaba con certeza porque Cristo mismo lo había asegurado a sus discípulos: «los he amado» (Jn 15,9.12). También nos dijo: «los llamo amigos» (Jn 15,15). Su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad: «nos amó primero» (1 Jn 4,10). Gracias a Jesús «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído» en ese amor (1 Jn 4,16).
I. LA IMPORTANCIA DEL CORAZÓN
Para expresar el amor de Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón. Algunos se preguntan si hoy tiene un significado válido. Pero cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón.[1]
¿Qué expresamos cuando decimos “corazón”?
En el griego clásico profano el término kardia significa lo más interior de seres humanos, animales y plantas. En Homero indica no sólo el centro corporal, sino también el centro anímico y espiritual del ser humano. En la Ilíada, el pensar y el sentir son del corazón y están muy próximos entre sí.[2] Allí el corazón aparece como centro del querer y como lugar en que se fraguan las decisiones importantes de la persona.[3] En Platón el corazón adquiere una función en cierto modo “sintetizadora” de lo racional y lo tendencial de cada uno, pues tanto el mandato de las facultades superiores como las pasiones se transmiten a través de las venas que confluyen en el corazón.[4] Así advertimos desde la antigüedad la importancia de considerar al ser humano no como una suma de distintas capacidades sino como un mundo anímico corpóreo con un centro unificador que otorga a todo lo que vive la persona el trasfondo de un sentido y una orientación.
Dice la Biblia que «la Palabra de Dios es viva y eficaz […] discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hb 4,12). De esta manera nos habla de un núcleo, el corazón, que está detrás de toda apariencia, aun detrás de pensamientos superficiales que nos confunden. Los discípulos de Emaús, en su misteriosa caminata con Cristo resucitado, vivían un momento de angustia, confusión, desesperanza, desilusión. No obstante, más allá de todo eso y a pesar de todo, algo ocurría en lo más hondo: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino?» (Lc 24,32).
Al mismo tiempo, el corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda. Se trata de aquello que no es apariencia o mentira sino auténtico, real, enteramente “propio”. Por eso a Sansón, que no contaba el secreto de su fuerza, Dalila le reclamaba: «¿Cómo puedes decir que me quieres, si tu corazón no está conmigo?» (Jc 16,15). Sólo cuando él le contó su secreto tan oculto, ella «comprendió que él le había abierto todo su corazón» (Jc 16,18).
Esta verdad de cada persona tantas veces está oculta debajo de mucha hojarasca que la disimula, y esto hace que se vuelva difícil sentir que uno se conoce a sí mismo y más aún que conoce a otra persona: «Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo?» (Jr 17,9). Así entendemos por qué el libro de los Proverbios nos reclama: «Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti las palabras perversas y aleja de tus labios la maldad» (4,23-24). La pura apariencia, el disimulo y el engaño dañan y pervierten el corazón. Más allá de tantos intentos por mostrar o expresar algo que no somos, en el corazón se juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos. Y esa es la base de cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío.
Como metáfora, me permito recordar algo que ya narré en otra oportunidad: «Para carnaval, cuando éramos niños, la abuela nos hacía galletas, y era una masa muy liviana, liviana, era liviana esa masa que hacía. Luego la ponía en el aceite y la masa se inflaba, se inflaba, y cuando la comíamos estaba hueca. Esas galletas en el dialecto se llamaban “mentiras”. Y era precisamente la abuela quien nos explicaba la razón de ello: “estas galletas son como las mentiras, parecen grandes, pero no tienen nada dentro, no hay nada verdadero allí; no hay nada de sustancia”».[5]
En lugar de procurar algunas satisfacciones superficiales y de cumplir un papel frente a los demás, lo mejor es dejar brotar preguntas decisivas: quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios. Estas preguntas me llevan a mi corazón.
Volver al corazón
En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones. Pero nos movemos en sociedades de consumidores seriales que viven al día y dominados por los ritmos y ruidos de la tecnología, sin mucha paciencia para hacer los procesos que la interioridad requiere. En la sociedad actual el ser humano «corre el riesgo de perder su centro, el centro de sí mismo».[6] «El hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al contrario, su dimensión instintiva».[7] Falta corazón.
Ahora bien, el problema de la sociedad líquida es actual, pero la desvalorización del centro íntimo del hombre —el corazón— viene de más lejos: la encontramos ya en el racionalismo griego y precristiano, en el idealismo postcristiano o en el materialismo en sus diversas formas. El corazón ha tenido poco lugar en la antropología y al gran pensamiento filosófico le resulta una noción extraña. Se han preferido otros conceptos como el de razón, voluntad o libertad. Su significado es impreciso y no se le concedió un lugar específico en la vida humana. Quizás porque no era fácil colocarlo entre las ideas “claras y distintas” o por la dificultad que supone el conocimiento de uno mismo: pareciera que lo más íntimo es también lo más lejano a nuestro conocimiento. Tal vez porque el encuentro con el otro no se consolida como camino para encontrarse a sí mismo, ya que el pensamiento vuelve a desembocar en un individualismo enfermizo. Muchos se sintieron seguros en el ámbito más controlable de la inteligencia y de la voluntad para construir sus sistemas de pensamiento. Por no encontrarle lugar al corazón mismo, distinto de las potencias y pasiones humanas consideradas aisladamente unas de otras, tampoco se desarrolló ampliamente la idea de un centro personal donde lo único que puede unificar todo es, en definitiva, el amor.
Si el corazón está devaluado también se devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón. Cuando no se aprecia lo específico del corazón perdemos las respuestas que la sola inteligencia no puede dar, perdemos el encuentro con los demás, perdemos la poesía. Y nos perdemos la historia y nuestras historias, porque la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al final de la vida contará sólo eso.
Hay que afirmar que tenemos corazón, que nuestro corazón coexiste con los otros corazones que le ayudan a ser un “tú”. Como no podemos desarrollar ampliamente este tema, nos valdremos de un personaje de novela, el Stavroguin de Dostoyevski.[8] Romano Guardini lo muestra como la encarnación misma del mal, porque su característica principal es no tener corazón: «Stavroguin, empero, no tiene corazón y, por tanto, su espíritu es algo frío y sin contenido y su cuerpo se envenena en la inercia y en la sensualidad bestial. De esta suerte no puede llegar hasta los demás hombres y ninguno de ellos puede llegar verdaderamente a él porque, en efecto, es el corazón el que crea las posibilidades de encuentro. Por el corazón estoy yo al lado del otro y otro está cerca de mí. Sólo el corazón puede acoger y dar un hogar. La intimidad es el acto, la esfera del corazón. Stavroguin empero es una persona distanciada, […] está muy lejos incluso de sí mismo, pues lo íntimo del hombre está en el corazón y no en el espíritu. Que la interioridad resida en el espíritu no es propio de lo humano. Mas cuando el corazón no vive, el hombre está no en sí mismo sino junto a sí mismo».[9]
Necesitamos que todas las acciones se pongan bajo el “dominio político” del corazón, que la agresividad y los deseos obsesivos se aquieten en el bien mayor que el corazón les ofrece y en la fortaleza que tiene contra los males; que la inteligencia y la voluntad se pongan también a su servicio sintiendo y gustando las verdades más que queriendo dominarlas como suelen hacer algunas ciencias; que la voluntad desee el bien mayor que el corazón conoce, y que también la imaginación y los sentimientos se dejen moderar por el latido del corazón.
Se podría decir que, en último término, yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas. El algoritmo en acto en el mundo digital muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la voluntad son mucho más “estándar” de lo que creíamos. Son fácilmente predecibles y manipulables. No así el corazón.
Se trata de una palabra importante para la filosofía y la teología, que buscan alcanzar una síntesis integradora. De hecho, la palabra “corazón” no puede ser agotada por la biología, por la psicología, por la antropología o por cualquier ciencia. Es una de esas palabras originarias «que significan realidades que competen al hombre precisamente en cuanto totalidad (en cuanto persona corpóreo-espiritual)».[10] Entonces no es más realista el biólogo cuando habla sobre el corazón, porque sólo ve una parte, y la totalidad no es menos real sino que lo es aún más. Tampoco un lenguaje abstracto podría tener el mismo significado concreto y simultáneamente integrador. Si bien “corazón” nos lleva al centro íntimo de nuestra persona, también nos permite reconocernos en nuestra integridad y no sólo en algún aspecto aislado.
Por otra parte, esta fuerza única del corazón nos ayuda a entender por qué se dice que cuando se capta alguna realidad con el corazón se la puede conocer mejor y más plenamente. Esto inevitablemente nos lleva al amor del que es capaz ese corazón, ya que «lo más íntimo de la realidad es amor».[11] Para Heidegger, según la interpretación que hace de él un pensador actual, la filosofía no comienza con un concepto puro o una certeza sino con una conmoción: «El pensar tiene que haber sido conmovido antes de trabajar con conceptos o mientras trabaja con ellos. Sin una emoción profunda el pensar no puede comenzar. La primera imagen mental sería la piel de gallina. Lo primero que hace pensar y preguntar es la emoción profunda. La filosofía siempre sucede en un estado de ánimo fundamental (Stimmung)».[12] Y aquí aparece el corazón, que «alberga los estados de ánimo, trabaja como ‘un custodio del estado de ánimo’. El ‘corazón’ oye de una manera no metafórica ‘la silenciosa voz’ del ser, dejándose templar y determinar (armonizar y unificar) por ella».[13]
El corazón que une los fragmentos
Al mismo tiempo, el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construya con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo. Sólo se mantendrían en pie dos mónadas que se juntan pero que no se conectan realmente. Anti-corazón es una sociedad cada vez más dominada por el narcisismo y la autorreferencia. Finalmente llegamos a la “pérdida del deseo”, porque el otro desaparece del horizonte y nos encerramos en nuestra mismidad, sin capacidad de relaciones sanas.[14] Por consiguiente, nos volvemos incapaces de acoger a Dios. Como diría Heidegger, para recibir lo divino hay que construir una «casa de huéspedes».[15]
Vemos así cómo se produce en el corazón de cada uno esta paradójica conexión entre la valoración del propio ser y la apertura a los otros, entre el encuentro tan personal consigo mismo y la donación de sí a los demás. Sólo se llega a ser uno mismo cuando se adquiere la capacidad de reconocer al otro, y se encuentra con el otro quien puede reconocer y aceptar la propia identidad.
El corazón también es capaz de unificar y armonizar tu historia personal, que parece fragmentada en mil pedazos, pero donde todo puede tener un sentido. Es lo que expresa el Evangelio en la mirada de María, que miraba con el corazón. Ella era capaz de dialogar con las experiencias atesoradas ponderándolas en el corazón, dándoles tiempo: simbolizando y guardando dentro para recordar. En el Evangelio, la mejor expresión de lo que piensa un corazón son los dos pasajes de san Lucas que nos dicen que María “atesoraba (syneterei) todas estas cosas, ponderándolas (symballousa) en su corazón” (cf. Lc 2,19.51). El verbo symballein (del que proviene “símbolo”) significa ponderar, reunir dos cosas en la mente y examinarlas con uno mismo, reflexionando, dialogando interiormente. En Lucas 2,51 dieterei es “guardaba cuidadosamente”, y lo que ella conservaba no era sólo “la escena” que veía, sino también lo que no entendía todavía y aun así permanecía presente y vivo en la espera de unirlo todo en el corazón.
En el tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor. Lo que ningún algoritmo podrá albergar será, por ejemplo, ese momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los años, sigue ocurriendo en cada rincón del planeta. Pienso en el uso del tenedor para sellar los bordes de esas empanadillas caseras que hacemos con nuestras madres o abuelas. Es ese momento de aprendiz de cocinero, a medio camino entre el juego y la adultez, donde se asume la responsabilidad del trabajo para ayudar al otro. Al igual que el tenedor podría nombrar miles de pequeños detalles que sustentan las biografías de todos: hacer brotar sonrisas con una broma, calcar un dibujo al contraluz de una ventana, jugar el primer partido de fútbol con una pelota de trapo, cuidar gusanillos en una caja de zapatos, secar una flor entre las páginas de un libro, cuidar un pajarillo que se ha caído del nido, pedir un deseo al deshojar una margarita. Todos esos pequeños detalles, lo ordinario-extraordinario, nunca podrán estar entre los algoritmos. Porque el tenedor, las bromas, la ventana, la pelota, la caja de zapatos, el libro, el pajarillo, la flor… se sustentan en la ternura que se guarda en los recuerdos del corazón.
Ese núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo, no es el núcleo del alma sino de toda la persona en su identidad única que es anímica y corpórea. Todo se unifica en el corazón, que puede ser la sede del amor con la totalidad de sus componentes espirituales, anímicos y también físicos. En definitiva, si allí reina el amor una persona alcanza su identidad de modo pleno y luminoso, porque cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado.
Por esta razón, viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón.
Cuando cada uno reflexiona, busca, medita sobre su propio ser y su identidad, o analiza las cuestiones más elevadas; cuando piensa acerca del sentido de su vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: ¿tengo corazón?
El fuego
Esto ofrece consecuencias para la espiritualidad. Por ejemplo, la teología de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola tiene por principio el affectus. Lo discursivo se construye sobre un querer fundamental —con toda la fuerza del corazón— que da potencia y recursos a la tarea de reorganizar la vida. Las reglas y composiciones de lugar que implementa Ignacio obran en función de un “fundamento” distinto de ellas, lo desconocido del corazón. Michel de Certeau hace ver cómo las “mociones” de las que habla san Ignacio son las irrupciones de un querer de Dios y de un querer del propio corazón que permanece otro en relación con el orden manifiesto. Algo inesperado se pone a hablar en el corazón de la persona, algo que nace de lo incognoscible, remueve la superficie de lo conocido y lo conflictúa. Es el origen de un nuevo “ordenamiento de la vida” a partir del corazón. No se trata de discursos racionales que habría que llevar a la práctica, haciéndolos pasar a la vida, de modo que la afectividad y la práctica serían simplemente consecuencias —en dependencia— de conocimientos asegurados.[16]
Allí donde el filósofo detiene su pensamiento, el corazón creyente ama, adora, pide perdón y se ofrece a servir en el lugar que el Señor le da a elegir para que lo siga. Entonces entiende que es el tú de Dios, y que puede ser un yo porque Dios es un tú para él. El hecho es que sólo el Señor nos ofrece tratarnos como un tú siempre y para siempre. Aceptar su amistad es cuestión de corazón y eso nos constituye como personas en el sentido pleno de la palabra.
San Buenaventura decía que al fin de cuentas hay que preguntarle «no a la luz, sino al fuego».[17] Y enseñaba que «la fe está en el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha muerto por nosotros no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se convierte en afecto, en amor».[18] En esta línea, san John Henry Newman tomó como lema la frase «Cor ad cor loquitur», porque más allá de toda dialéctica, el Señor nos salva hablando a nuestro corazón desde su Corazón sagrado. Esta misma lógica hacía que para él, gran pensador, el lugar del encuentro más hondo consigo mismo y con el Señor no fuera la lectura o la reflexión, sino el diálogo orante, de corazón a corazón, con Cristo vivo y presente. Por eso Newman encontraba en la Eucaristía el Corazón de Jesucristo vivo, capaz de liberar, de dar sentido a cada momento y de derramar la verdadera paz al ser humano: «Sacratísimo y muy amado Corazón de Jesús, estás oculto en la Santa Eucaristía y sufres aún por nosotros. […] Te venero, pues, con todo mi mejor amor y reverencia, con mi ferviente afecto, con mi mayor sumisión y la más resuelta voluntad. Dios mío, cuando condesciendes a sufrir que te reciba, te coma y te beba, y por un momento estableces tu morada en mí, haz que mi corazón lata con el tuyo. Purifícalo de todo lo que es terrenal, de todo lo que es orgullo y sensualidad, de todo lo que es duro y cruel, de toda perversidad, de todo desorden, de toda mortandad. Llénalo tanto de ti, que ni los acontecimientos del momento ni las circunstancias de la época tengan poder de alterarlo, sino que en tu amor y en tu temor pueda hallarse en paz».[19]
Ante el Corazón de Jesús vivo y presente nuestra mente comprende, iluminada por el Espíritu, las palabras de Jesús. Así nuestra voluntad se pone en marcha para practicarlas. Pero esto podría quedarse en una forma de moralismo autosuficiente. Sentir y gustar al Señor y honrarlo es cosa del corazón. Únicamente el corazón es capaz de poner a las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor.
El mundo puede cambiar desde el corazón
Nuestras comunidades sólo desde el corazón lograrán unir sus inteligencias y voluntades diversas y pacificarlas para que el Espíritu nos guíe como red de hermanos, ya que pacificar también es tarea del corazón. El Corazón de Cristo es éxtasis, es salida, es donación, es encuentro. En él nos volvemos capaces de relacionarnos de un modo sano y feliz, y de construir en este mundo el Reino de amor y de justicia. Nuestro corazón unido al de Cristo es capaz de este milagro social.
Tomar en serio el corazón tiene consecuencias sociales. Como enseña el Concilio Vaticano II, «tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore».[20] Porque «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano».[21] Ante los dramas del mundo, el Concilio invita a volver al corazón, explicando que el ser humano «por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones (cf. 1 S 16,7; Jr 17,10), y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino».[22]
Esto no significa confiar excesivamente en nosotros mismos. Tengamos cuidado: advirtamos que nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al mismo tiempo debe buscar una vida más digna.[23] Dice también el Concilio Vaticano II que «el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad»,[24] aunque para vivir conforme a esa dignidad no nos basta conocer el Evangelio ni cumplir mecánicamente lo que nos manda. Necesitamos el auxilio del amor divino. Acudamos al Corazón de Cristo, ese centro de su ser, que es un horno ardiente de amor divino y humano y es la mayor plenitud que puede alcanzar lo humano. Allí, en ese Corazón es donde nos reconocemos finalmente a nosotros mismos y aprendemos a amar.
En definitiva, este Corazón sagrado es el principio unificador de la realidad, porque «Cristo es el corazón del mundo; su Pascua de muerte y resurrección es el centro de la historia, que gracias a él es historia de salvación».[25] Todas las criaturas «avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo».[26] Ante el Corazón de Cristo, pido al Señor que una vez más tenga compasión de esta tierra herida, que él quiso habitar como uno de nosotros. Que derrame los tesoros de su luz y de su amor, para que nuestro mundo que sobrevive entre las guerras, los desequilibrios socioeconómicos, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología, pueda recuperar lo más importante y necesario: el corazón.
II. GESTOS Y PALABRAS DE AMOR
El Corazón de Cristo, que simboliza su centro personal, desde donde brota su amor por nosotros, es el núcleo viviente del primer anuncio. Allí está el origen de nuestra fe, el manantial que mantiene vivas las convicciones cristianas.
Gestos que reflejan el corazón
Cómo nos ama Cristo es algo que él no quiso explicarnos demasiado. Lo mostró en sus gestos. Viéndolo actuar podemos descubrir cómo nos trata a cada uno de nosotros, aunque nos cueste percibirlo. Vayamos entonces a mirar allí donde nuestra fe puede llegar a reconocerle: en el Evangelio.
Dice el Evangelio que Jesús «vino a los suyos» (Jn 1,11). Los suyos somos nosotros, porque él no nos trata como a algo extraño. Nos considera algo propio, algo que él guarda con cuidado, con cariño. Nos trata como suyos. No significa que seamos sus esclavos, y él mismo lo niega: «Ya no los llamo servidores» (Jn 15,15). Lo que él propone es la pertenencia mutua de los amigos. Vino, saltó todas las distancias, se nos volvió cercano como las cosas más simples y cotidianas de la existencia. De hecho, él tiene otro nombre, que es “Emanuel” y significa “Dios con nosotros”, Dios junto a nuestra vida, viviendo entre nosotros. El Hijo de Dios se encarnó y «se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo» (Flp 2,7).
Esto se manifiesta cuando le vemos actuar. Está siempre en búsqueda, cercano, constantemente abierto al encuentro. Lo contemplamos cuando se detiene a conversar con la samaritana junto al pozo donde ella iba a buscar el agua (cf. Jn 4,5-7). Vemos cómo, en medio de la noche oscura, se reúne con Nicodemo, que tenía temor de dejarse ver cerca de Jesús (cf. Jn 3,1-2). Lo admiramos cuando sin pudor se deja lavar los pies por una prostituta (cf. Lc 7,36-50); cuando a la mujer adúltera le dice a los ojos: “No te condeno” (cf. Jn 8,11); o cuando enfrenta la indiferencia de sus discípulos y al ciego del camino le dice con cariño: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Cristo muestra que Dios es proximidad, compasión y ternura.
Si él curaba a alguien, prefería acercarse: «Jesús extendió la mano y lo tocó» (Mt 8,3), «le tocó la mano» (Mt 8,15), «les tocó los ojos» (Mt 9,29). Y hasta se detenía a curar a los enfermos con su propia saliva (cf. Mc 7,33), como una madre, para que no lo sintieran ajeno a sus vidas. Porque «el Señor sabe la bella ciencia de las caricias. La ternura de Dios no nos ama de palabra; Él se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura posible».[27]
Dado que nos cuesta confiar, porque nos lastimaron tantas falsedades, agresiones y desilusiones, él nos susurra al oído: «Ten confianza, hijo» (Mt 9,2); «ten confianza, hija» (Mt 9,22). Se trata de superar el miedo y darnos cuenta de que con él no tenemos nada que perder. A Pedro, que desconfiaba, «Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: […] “¿Por qué dudaste?”» (Mt 14,31). No temas. Deja que él se acerque, que se siente a tu lado. Podremos dudar de muchas personas, pero no de él. Y no te detengas por tus pecados. Recuerda que muchos pecadores «se sentaron a comer con él» (Mt 9,10) y Jesús no se escandalizaba de ninguno. Los elitistas de la religión se quejaban y lo trataban de «un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11,19). Cuando los fariseos criticaban esta cercanía suya a las personas consideradas de baja condición o pecadoras, Jesús les decía: «Quiero misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13).
Ese mismo Jesús hoy espera que le des la posibilidad de iluminar tu existencia, de levantarte, de llenarte con su fuerza. Porque antes de morir, dijo a los discípulos: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán» (Jn 14,18-19). Siempre encuentra alguna manera para manifestarse en tu vida, para que puedas encontrarte con él.
La mirada
Cuenta el Evangelio que un rico se acercó a él, lleno de ideales, pero sin fuerzas para cambiar de vida. Entonces «Jesús lo miró con amor» (Mc 10,21). ¿Puedes imaginarte ese instante, ese encuentro entre los ojos de este hombre y la mirada de Jesús? Si te llama, si te convoca a una misión, primero te mira, penetra lo más íntimo de tu ser, percibe y conoce todo lo que hay en ti, deposita en ti su mirada: «Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos […]. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos» (Mt 4,18.21).
Muchos textos del Evangelio nos muestran a Jesús que presta toda su atención a las personas, a sus inquietudes, a sus sufrimientos. Por ejemplo: «Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos» (Mt 9,36). Cuando nos parece que todos nos ignoran, que a nadie le interesa lo que nos pasa, que no tenemos importancia para nadie, él nos está prestando atención. Así se lo hizo notar a Natanael, que estaba solitario y ensimismado: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera» (Jn 1,48).
Precisamente porque está atento a nosotros, él es capaz de reconocer cada buena intención que tengas, cada pequeño acto bueno que realices. Cuenta el Evangelio que vio «a una viuda de condición muy humilde, que ponía [en el tesoro del templo] dos pequeñas monedas de cobre» (Lc 21,2) e inmediatamente se lo hizo notar a sus apóstoles. Jesús presta atención de tal modo que se admira por las cosas buenas que reconoce en nosotros. Cuando el centurión le rogaba con total confianza, «al oírlo, Jesús quedó admirado» (Mt 8,10). Qué hermoso es saber que si los demás ignoran nuestras buenas intenciones o las cosas positivas que podamos hacer, a Jesús no se le escapan, y hasta se admira.
Él, como ser humano, había aprendido esto de María, su madre. La que contemplaba todo con cuidado y “lo guardaba en su corazón” (cf. Lc 2,19.51), le enseñó desde pequeño, junto con san José, a prestar atención.
Las palabras
Aunque en las Escrituras tenemos su Palabra siempre viva y actual, a veces Jesús nos habla interiormente y nos llama para llevarnos al mejor lugar. Ese mejor lugar es su propio corazón. Nos llama para hacernos entrar allí donde podemos recuperar las fuerzas y la paz: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Por eso pidió a sus discípulos: «Permanezcan en mí» (Jn 15,4).
Las palabras que Jesús decía indicaban que su santidad no eliminaba los sentimientos. En algunas ocasiones mostraban un amor apasionado, que sufre por nosotros, se conmueve, se lamenta, y llega hasta las lágrimas. Es evidente que no le dejaban indiferente las preocupaciones y angustias comunes de las personas, como el cansancio o el hambre: «Me da pena esta multitud, […] no tienen qué comer […], van a desfallecer en el camino, y algunos han venido de lejos» (Mc 8,2-3).
El Evangelio no oculta los sentimientos de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada: «Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella» (Lc 19,41) y expresó su mayor anhelo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (v. 42). Los evangelistas, si bien a veces lo muestran poderoso o glorioso, no dejan de manifestar sus sentimientos ante la muerte y el dolor de los amigos. Antes de contar que frente a la tumba de Lázaro «Jesús lloró» (Jn 11,35), el Evangelio se detiene a decir que «Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5) y que, viendo llorar a María y a los que la acompañaban “se conmovió interiormente y se turbó” (cf. Jn 11,33). La narración no deja dudas de que se trataba de un llanto sincero, que brotaba de una perturbación interior. Finalmente, tampoco se quiso disimular la angustia de Jesús ante la propia muerte violenta en manos de los que él tanto amaba: «comenzó a sentir temor y a angustiarse» (Mc 14,33), hasta decir: «Mi alma siente una tristeza de muerte» (Mc 14,34). Esta conmoción interna se expresa con toda su fuerza en el grito del Crucificado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
Todo lo dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso. Sin embargo, es lo más serio y lo más decisivo. Encuentra su máxima expresión en Cristo clavado en una cruz. Esa es la palabra de amor más elocuente. Esto no es cáscara, no es puro sentimiento, no es diversión espiritual. Es amor. Por eso cuando san Pablo buscaba las palabras justas para explicar su relación con Cristo dijo: «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Esa era su mayor convicción, saberse amado. La entrega de Cristo en la cruz lo subyugaba, pero sólo tenía sentido porque había algo más grande todavía que esa entrega: «Me amó». Cuando muchas personas buscaban en diversas propuestas religiosas su salvación, su bienestar o su seguridad, Pablo, tocado por el Espíritu, fue capaz de mirar más allá y de maravillarse por lo más grande y fundamental: «Me amó».
Después de contemplar a Cristo, viendo lo que sus gestos y palabras nos dejan ver de su corazón, recordemos ahora cómo reflexiona la Iglesia sobre el misterio santo del Corazón del Señor.
III. ESTE ES EL CORAZÓN QUE TANTO AMÓ
La devoción al Corazón de Cristo no es el culto a un órgano separado de la persona de Jesús. Lo que contemplamos y adoramos es a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya donde está destacado su corazón. En este caso se toma al corazón de carne como imagen o signo privilegiado del centro más íntimo del Hijo encarnado y de su amor a la vez divino y humano, porque más que cualquier otro miembro de su cuerpo es «signo o símbolo natural de su inmensa caridad».[28]
Adoración a Cristo
Es indispensable destacar que nos relacionamos en la amistad y en la adoración con la persona de Cristo, atraídos por el amor que se representa en la imagen de su Corazón. Veneramos esa imagen que lo representa, pero la adoración se dirige sólo a Cristo vivo, en su divinidad y en toda su humanidad, para dejarnos abrazar por su amor humano y divino.
Más allá de la imagen que se utilice, es cierto que el Corazón viviente de Cristo —nunca una imagen— es objeto de adoración, porque es parte de su Cuerpo santísimo y resucitado, inseparable del Hijo de Dios que lo ha asumido para siempre. Es adorado «en cuanto es el corazón de la persona del Verbo, al que está inseparablemente unido».[29] No lo adoramos aisladamente, sino en cuanto con ese Corazón es el mismo Hijo encarnado quien vive, ama y recibe nuestro amor. De ahí que cualquier acto de amor o adoración a su Corazón en realidad «se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo»,[30] pues tal figura espontáneamente remite a él y es «símbolo e imagen expresiva de la caridad infinita de Jesucristo».[31]
Por esta razón nadie debería pensar que esta devoción nos pueda separar o distraer de Jesucristo y de su amor. De modo espontáneo y directo nos orienta a él y sólo a él, que nos llama a una preciosa amistad hecha de diálogo, afecto, confianza, adoración. Ese Cristo con el corazón traspasado y ardiente, es el mismo que nació en Belén por amor, es el que caminaba por Galilea sanando, acariciando, derramando misericordia, es el que nos amó hasta el fin abriendo sus brazos en la cruz. En definitiva, es el mismo que ha resucitado y vive glorioso en medio de nosotros.
La veneración de su imagen
Cabe indicar que la imagen de Cristo con su corazón, aunque de ninguna manera es objeto de adoración, no es una entre tantas otras que podríamos elegir. No es algo inventado en un escritorio o diseñado por un artista, «no es un símbolo imaginario, es un símbolo real, que representa el centro, la fuente de la que brotó la salvación para toda la humanidad».[32]
Hay una experiencia humana universal que vuelve única esta imagen. Porque es indudable que a lo largo de la historia y en diversas partes del mundo el corazón se ha convertido en símbolo de la intimidad más personal y también de los afectos, las emociones, la capacidad de amar. Fuera de toda explicación científica, una mano colocada en el corazón de un amigo expresa un afecto especial; cuando una persona se enamora y está cerca de la persona amada, los latidos se aceleran; cuando alguien sufre un abandono o un engaño de parte de una persona amada, siente como una fuerte opresión en el corazón. Por otra parte, para expresar que algo es sincero, que brota realmente del centro de la persona, se afirma: “te lo digo de corazón”. El lenguaje poético no puede ignorar la fuerza de estas experiencias. Por eso es inevitable que durante la historia el corazón haya alcanzado una fuerza simbólica única que no es meramente convencional.
Entonces se comprende que la Iglesia haya elegido la imagen del corazón para representar el amor humano y divino de Jesucristo y el núcleo más íntimo de su persona. Pero, si bien el dibujo de un corazón con llamas de fuego puede ser un símbolo elocuente que nos recuerde el amor de Jesucristo, es conveniente que ese corazón sea parte de una imagen de Jesucristo. De ese modo es aún más significativo su llamado a una relación personal, de encuentro y de diálogo.[33] Esa imagen venerada de Cristo donde se destaca su corazón amante, tiene al mismo tiempo una mirada que llama al encuentro, al diálogo, a la confianza; tiene unas manos fuertes capaces de sostenernos; tiene una boca que nos dirige la palabra de un modo único y personalísimo.
El corazón tiene el valor de ser percibido no como un órgano separado sino como centro íntimo unificador y a su vez como expresión de la totalidad de la persona, cosa que no sucede con otros órganos del cuerpo humano. Si es el centro íntimo de la totalidad de la persona, y por lo tanto una parte que representa al todo, podemos fácilmente desnaturalizarlo si lo contemplamos separadamente de la figura del Señor. La imagen del corazón debe referirnos a la totalidad de Jesucristo en su centro unificador y, simultáneamente, desde ese centro unificador debe orientarnos a contemplar a Cristo en toda la hermosura y riqueza de su humanidad y de su divinidad.
Esto va más allá del atractivo que puedan tener las diversas imágenes que se han hecho del Corazón de Cristo, porque no es que ante las imágenes de Cristo «haya que pedirles algo a ellas, o que haya que poner la confianza en las imágenes, como antiguamente hacían los paganos», sino que «por medio de las imágenes que besamos y ante las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos, adoramos a Cristo».[34]
Es más, alguna de esas imágenes podrá parecernos poco atractiva y no movernos demasiado al amor y a la oración. Eso es secundario, ya que la imagen no es más que una figura motivadora, y, como dirían los orientales, no hay que quedarse en el dedo que indica la luna. Mientras la Eucaristía es presencia real que se adora, en este caso se trata sólo de una imagen que, aunque esté bendecida, nos invita a ir más allá de ella, nos orienta a elevar nuestro propio corazón al de Cristo vivo y unirlo a él. La imagen venerada convoca, señala, transporta, para que dediquemos un tiempo al encuentro con Cristo y a su adoración, como nos parezca mejor imaginarlo. De este modo, mirando la imagen nos situamos frente a Cristo, y ante él «el amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio».[35]
Dicho todo esto, no hay que olvidar que esa imagen del corazón nos habla de carne humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios que ha querido entrar en nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino terreno. Una forma de devoción más abstracta o estilizada no será necesariamente más fiel al Evangelio, porque en este signo sensible y accesible se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano.
Amor sensible
Amor y corazón no están necesariamente unidos, porque en un corazón humano pueden reinar el odio, la indiferencia, el egoísmo. Pero no alcanzamos nuestra humanidad plena si no salimos de nosotros mismos, y no llegamos a ser enteramente nosotros mismos si no amamos. De manera que el centro íntimo de nuestra persona, creado para el amor, sólo realizará el proyecto de Dios cuando ame. Así, el símbolo del corazón al mismo tiempo simboliza el amor.
El Hijo eterno de Dios, que me trasciende sin límites, quiso amarme también con un corazón humano. Sus sentimientos humanos se vuelven sacramento de un amor infinito y definitivo. Su corazón no es entonces un símbolo físico que sólo expresa una realidad meramente espiritual o separada de la materia. La mirada dirigida al Corazón del Señor contempla una realidad física, su carne humana, que hace posible que Cristo tenga emociones y sentimientos bien humanos, como nosotros, aunque plenamente transformados por su amor divino. La devoción debe llegar al amor infinito de la persona del Hijo de Dios, pero necesitamos expresar que es inseparable de su amor humano, y para ello nos ayuda la imagen de su corazón de carne.
Si todavía hoy el corazón se percibe en el sentir popular como el centro afectivo de cada ser humano, es lo que mejor puede significar el amor divino de Cristo unido para siempre y de modo inseparable a su amor íntegramente humano. Ya Pío XII recordaba que la Palabra de Dios «al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. […] No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible».[36]
En los Padres de la Iglesia, frente a algunos que negaban o relativizaban la verdadera humanidad de Cristo, encontramos una fuerte afirmación de la realidad concreta y tangible del afecto humano del Señor. Así, san Basilio destacaba que la encarnación del Señor no era algo fantasioso, sino que «el Señor poseyó los afectos naturales».[37] San Juan Crisóstomo proponía un ejemplo: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza».[38] San Ambrosio afirmaba: «Ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma».[39] Y san Agustín presentaba los afectos humanos como una realidad que, una vez asumida por Cristo, ya no es ajena a la vida de la gracia: «Nuestro Señor Jesucristo tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, y la muerte, de la carne humana, no por imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria […] de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, por esto no se juzgase ajeno a su gracia».[40] Finalmente, san Juan Damasceno consideraba que esta experiencia afectiva real de Cristo en su humanidad es muestra de que asumió íntegra y no parcialmente nuestra naturaleza, para redimirla y transformarla entera. Cristo, pues, asumió todos los elementos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos ellos fueran santificados.[41]
Vale la pena recoger aquí la reflexión de un teólogo, quien reconoce que, por el influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el cuerpo y los sentimientos al mundo de lo «prehumano, infrahumano o tentador de lo verdaderamente humano», pero «lo que no resolvió la teología en teoría lo resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos».[42]
Triple amor
Tampoco nos quedamos sólo en sus sentimientos humanos, por más bellos y conmovedores que sean, porque contemplando el Corazón de Cristo reconocemos cómo en sus sentimientos nobles y sanos, en su ternura, en el temblor de su cariño humano, se manifiesta toda la verdad de su amor divino e infinito. Así lo expresaba Benedicto XVI: «Desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno».[43]
En realidad, hay un triple amor que se contiene y nos deslumbra en la imagen del Corazón del Señor. Ante todo, el amor divino infinito que encontramos en Cristo. Pero además pensamos en la dimensión espiritual de la humanidad del Señor. Desde ese punto de vista, el corazón «es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana». Finalmente «es símbolo de su amor sensible».[44]
Estos tres amores no son capacidades separadas, que funcionan de un modo paralelo o sin conexiones, sino que actúan y se expresan juntos y en un constante flujo de vida: «A la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino».[45]
Por eso, entrando en el Corazón de Cristo, nos sentimos amados por un corazón humano, lleno de afectos y sentimientos como los nuestros. Su voluntad humana quiere libremente amarnos y ese querer espiritual está plenamente iluminado por la gracia y la caridad. Llegando a lo más íntimo de ese Corazón nos inunda la gloria inconmensurable de su amor infinito como Hijo eterno que ya no podemos separar de su amor humano. Precisamente en su amor humano, y no apartándonos de él, encontramos su amor divino; encontramos «lo infinito en lo finito».[46]
Es enseñanza constante y definitiva de la Iglesia que nuestra adoración a su persona es única, y comprende inseparablemente tanto su naturaleza divina como su naturaleza humana. Desde antiguo la Iglesia enseña que debemos «adorar a un único y mismo Cristo, Hijo de Dios y del hombre, por dos y en dos naturalezas inseparables e indivisas».[47] Y esto «con una sola adoración […] según que el Verbo se hizo carne».[48] De ninguna manera Cristo «es adorado en dos naturalezas, de donde se introducen dos adoraciones», sino que se «adora con una sola adoración al Dios Verbo encarnado con su propia carne».[49]
San Juan de la Cruz ha querido expresar que en la experiencia mística el amor inconmensurable de Cristo resucitado no se siente como ajeno a nuestra vida. El Infinito de algún modo se abaja para que a través del Corazón abierto de Cristo podamos vivir un encuentro de amor verdaderamente mutuo: «cosa creíble es que el ave de bajo vuelo prenda al águila real muy subida, si ella se viene a lo bajo, queriendo ser presa».[50] Y explica que «viendo a la esposa herida de su amor, él también al gemido de ella viene herido del amor de ella; porque en los enamorados la herida de uno es de entrambos y un mismo sentimiento tienen los dos».[51] Este místico entiende la figura del costado herido de Cristo como un llamado a la unión plena con el Señor. Él es el ciervo vulnerado, herido cuando todavía no nos hemos dejado alcanzar por su amor, que baja a las corrientes de aguas para saciar su propia sed y encuentra consuelo cada vez que nos volvemos a él:
La devoción al Corazón de Jesús es marcadamente cristológica, es una contemplación directa de Cristo que invita a la unión con él. Esto es legítimo si tenemos en cuenta lo que pide la Carta a los Hebreos: correr nuestra carrera “con los ojos fijos en Jesús” (cf. 12,2). Sin embargo, no podemos ignorar que, al mismo tiempo, Jesús se presenta como camino para ir al Padre: «Yo soy el Camino […]. Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Él nos quiere llevar al Padre. Así se entiende por qué la predicación de la Iglesia, desde los comienzos, no nos detiene en Jesucristo, sino que nos conduce al Padre. Él es quien, en último término, como plenitud fontal, debe ser glorificado.[53]
Detengámonos, por ejemplo, en la Carta a los Efesios, donde se puede advertir con fuerza y claridad cómo nuestra adoración se orienta al Padre: «Doblo mis rodillas delante del Padre» (Ef 3,14); «hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos» (Ef 4,6); «siempre y por cualquier motivo, den gracias a Dios, nuestro Padre» (Ef 5,20). El Padre es aquel «a quien nosotros estamos destinados» (1 Co 8,6). Por eso, decía san Juan Pablo II que «toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre».[54] Es lo que experimentó san Ignacio de Antioquía de camino al martirio: «Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: “Ven al Padre”».[55]
Es ante todo el Padre de Jesucristo: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3). Es «el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria» (Ef 1,17). Cuando el Hijo se hizo hombre, todos los deseos y aspiraciones de su corazón humano se orientaban hacia el Padre. Si vemos cómo Cristo se refería al Padre podemos advertir esta fascinación de su corazón humano, esta perfecta y constante orientación al Padre.[56] Su historia en esta tierra nuestra fue un caminar sintiendo en su corazón humano un llamado incesante de ir al Padre.[57]
Sabemos que la palabra aramea que él usaba para dirigirse al Padre era “Abba”, que significa “papito”. En su época algunos se molestaban por esa familiaridad (cf. Jn 5,18). Es la expresión que usó Jesús para comunicarse con el Padre cuando aparecía la angustia de la muerte: «Abba —Padre—, todo te es posible: aleja de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14,36). Siempre se reconoció amado por el Padre: «ya me amabas antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Y Jesús, en su corazón humano, se extasiaba escuchando que el Padre le decía: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección» (Mc 1,11).
El cuarto Evangelio dice que el Hijo eterno del Padre estuvo siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18).[58] San Ireneo afirma que «el Hijo de Dios existió siempre frente al Padre».[59] Y Orígenes sostiene que el Hijo persevera «en la incesante contemplación del abismo paterno».[60] Por eso, cuando el Hijo se hizo hombre, pasaba noches enteras comunicándose con el Padre amado, en la cima del monte (cf. Lc 6,12). Él decía: «debo ocuparme de los asuntos de mi Padre» (Lc 2,49). Miremos sus alabanzas: «Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “¡Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra!”» (Lc 10,21). Y sus últimas palabras llenas de confianza fueron: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Volvamos ahora los ojos al Espíritu Santo, que colma el Corazón de Cristo y arde en él. Porque, como decía san Juan Pablo II, el Corazón de Cristo es «la obra maestra del Espíritu Santo».[61] No es sólo cosa del pasado, pues «en el Corazón de Cristo es continua la acción del Espíritu Santo, a la que Jesús atribuyó la inspiración de su misión (cf. Lc 4,18; Is 61,1) y cuyo envío había prometido durante la última cena. Es el Espíritu el que ayuda a captar la riqueza del signo del costado traspasado de Cristo, del que nació la Iglesia (cf. Const. Sacrosanctum Concilium, 5)».[62] En definitiva «sólo el Espíritu Santo puede abrir ante nosotros esta plenitud del ‘hombre interior’, que se encuentra en el Corazón de Cristo. Sólo Él puede hacer que desde esta plenitud alcancen fuerza, gradualmente, también nuestros corazones humanos».[63]
Si intentamos ahondar en el misterio de la acción del Espíritu, vemos que gime en nosotros y dice Abba, y «la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6). Porque «el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16). La acción del Espíritu Santo en el corazón humano de Cristo provoca sin cesar esa atracción hacia su Padre. Y cuando nos une a los sentimientos de Cristo por la gracia, nos hace participar de la relación del Hijo con el Padre, es «el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Rm 8,15).
Entonces, nuestra relación con el Corazón de Cristo se transforma bajo ese impulso del Espíritu, que nos orienta hacia el Padre, fuente de la vida y último origen de la gracia. Cristo mismo no desea que nos detengamos sólo en él. El amor de Cristo es «revelación de la misericordia del Padre».[64] Su deseo es que, impulsados por el Espíritu que brota de su Corazón, “con él y en él” vayamos al Padre. La gloria se dirige hacia el Padre “por” Cristo,[65] “con” Cristo[66] y “en” Cristo.[67] San Juan Pablo II enseñaba que «el Corazón del Salvador invita a remontarse al amor del Padre, que es el manantial de todo amor auténtico».[68] Eso mismo es lo que el Espíritu Santo, que llega a nosotros desde el Corazón de Cristo, busca alimentar en nuestros corazones. De ahí que la Liturgia, bajo la acción vivificadora del Espíritu, siempre se dirige al Padre desde el Corazón resucitado de Cristo.
Expresiones magisteriales recientes
De formas diferentes el Corazón de Cristo estuvo presente en la historia de la espiritualidad cristiana. En la Biblia y en los primeros siglos de la Iglesia aparecía bajo la figura del costado herido del Señor, sea como fuente de la gracia, sea como un llamado a un encuentro íntimo de amor. Así reapareció constantemente en el testimonio de muchos santos hasta el día de hoy. En los últimos siglos esta espiritualidad fue tomando forma como un verdadero culto al Corazón del Señor.
Varios de mis predecesores se han referido al Corazón de Cristo e invitaron a unirse a él con lenguajes muy diversos. A fines del siglo XIX, León XIII nos invitaba a consagrarnos a él y en su propuesta unía al mismo tiempo el llamado a la unión con Cristo y la admiración ante el esplendor de su infinito amor.[69] Unos treinta años después Pío XI presentaba esta devoción como una suma de la experiencia de fe cristiana.[70] Más aún, Pío XII sostuvo que el culto al Sagrado Corazón expresa de modo excelente, como una sublime síntesis, nuestro culto a Jesucristo.[71]
Más recientemente, san Juan Pablo II presentó el desarrollo de este culto en los siglos pasados como una respuesta ante el crecimiento de formas rigoristas y desencarnadas de espiritualidad que olvidaban la misericordia del Señor, pero, al mismo tiempo, como un llamado actual ante un mundo que pretende construirse sin Dios: «La devoción al Sagrado Corazón, tal como se desarrolló en la Europa de hace dos siglos, bajo el impulso de las experiencias místicas de santa Margarita María Alacoque, fue la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita misericordia de Dios. […] El hombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la civilización del amor».[72]
Benedicto XVI invitaba a reconocer el Corazón de Cristo como presencia íntima y cotidiana en la vida de cada uno: «Toda persona necesita tener un “centro” de su vida, un manantial de verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo».[73]
Profundización y actualidad
La imagen expresiva y simbólica del Corazón de Cristo no es el único recurso que nos da el Espíritu Santo para encontrar el amor de Cristo, y siempre necesitará ser enriquecida, iluminada, renovada gracias a la meditación, la lectura del Evangelio y la maduración espiritual. Ya decía Pío XII que la Iglesia no pretende que «en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor».[74]
Nuestra devoción al Corazón de Cristo es algo esencial a la propia vida cristiana en la medida en que significa nuestra apertura, llena de fe y de adoración, ante el misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto que podemos sostener una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio.[75] Hay que recordar que las visiones o manifestaciones místicas narradas por algunos santos que propusieron con pasión la devoción al Corazón de Cristo, no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fuera la Palabra de Dios.[76] Son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien, aunque nadie debe sentirse forzado a seguirlos si no constata que le ayudan en su camino espiritual. No obstante, es importante tener presente, como afirmaba Pío XII, que no puede decirse que este culto «deba su origen a revelaciones privadas».[77]
La propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por ejemplo, era un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de comulgar porque no confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y consideraba la comunión como una especie de premio para los perfectos. En ese contexto jansenista, la promoción de esta práctica hizo mucho bien, ayudando a reconocer en la Eucaristía el amor gratuito y cercano del Corazón de Cristo que nos llama a la unión con él. Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía.
Del mismo modo, nadie debe sentirse obligado a realizar una hora de adoración los días jueves. Pero, ¿cómo no recomendarla? Cuando alguien vive con fervor esta práctica junto con tantos hermanos y encuentra en la Eucaristía todo el amor del Corazón de Cristo, «adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano».[78]
Lo dicho era difícilmente comprendido por muchos jansenistas, que miraban con desprecio todo lo que fuera humano, afectivo, corpóreo, y en definitiva entendían que esta devoción nos alejaba de la purísima adoración al Dios altísimo. Pío XII llamó «falso misticismo»[79] a esta actitud elitista de algunos grupos que veían a Dios tan alto, tan separado, tan distante, que consideraban peligrosas y necesitadas de un control eclesiástico las expresiones sensibles de la piedad popular.
Podría sostenerse que hoy, más que al jansenismo, nos enfrentamos a un fuerte avance de la secularización que pretende un mundo libre de Dios. A ello se suma que se multiplican en la sociedad diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor, que son nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne”. Es verdad. Sin embargo, debo advertir que dentro de la misma Iglesia renació con nuevos rostros el dañino dualismo jansenista. Ha tomado renovada fuerza en las últimas décadas, pero es una manifestación de aquel gnosticismo que ya dañaba la espiritualidad en los primeros siglos de la fe cristiana, y que ignoraba la verdad de “la salvación de la carne”. Por esta razón vuelvo la mirada al Corazón de Cristo e invito a renovar su devoción. Espero que pueda ser atractiva también para la sensibilidad actual y de ese modo nos ayude a enfrentar estos viejos y nuevos dualismos a los cuales él ofrece una respuesta adecuada.
Quisiera agregar que el Corazón de Cristo nos libera al mismo tiempo de otro dualismo: el de comunidades y pastores concentrados sólo en actividades externas, reformas estructurales vacías de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, reflexiones secularizadas, diversas propuestas que se presentan como formalidades que a veces se pretende imponer a todos. Esto con frecuencia deriva en un cristianismo que ha olvidado la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión persona a persona, la cautivadora belleza de Cristo, la estremecida gratitud por la amistad que él ofrece y por el sentido último que da a la propia vida. Se trata de otra forma de engañoso trascendentalismo, igualmente desencarnado.
Estas enfermedades tan actuales, de las cuales, cuando nos hemos dejado atrapar, ni siquiera sentimos el deseo de curarnos, me mueven a proponer a toda la Iglesia un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo. Allí podemos encontrar el Evangelio entero, allí está sintetizada la verdad que creemos, allí está cuanto adoramos y buscamos en la fe, allí está lo que más necesitamos.
Ante el Corazón de Cristo es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio y vivir aquello que propuse poco tiempo atrás recordando a la entrañable santa Teresa del Niño Jesús: «La actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo».[80] Ella lo vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios es amor: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas».[81] Por eso la oración más popular, dirigida como un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: «En Ti confío».[82] No hacen falta más palabras.
En los próximos capítulos destacaremos dos aspectos fundamentales que hoy debería reunir la devoción al Sagrado Corazón para seguir alimentándonos y acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero.
IV. AMOR QUE DA DE BEBER
Volvamos a las Sagradas Escrituras, a los textos inspirados que son el principal lugar donde encontramos la Revelación. En ellas y en la Tradición viva de la Iglesia está lo que el mismo Señor ha querido decirnos para toda la historia. A partir de la lectura de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, recogeremos algunos efectos de la Palabra en el largo camino espiritual del Pueblo de Dios.
Sed del amor de Dios
La Biblia muestra que al pueblo que había caminado por el desierto y que esperaba la liberación, se le anunciaba una abundancia de agua vivificante: «Sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Is 12,3). Los anuncios mesiánicos fueron tomando la forma de un manantial de agua purificadora: «Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados […] pondré en ustedes un espíritu nuevo» (Ez 36,25-26). Es el agua que devolverá al pueblo una existencia plena, como una fuente que brota del templo y derrama vida y salud a su paso: «Vi que a la orilla del torrente, de uno y otro lado, había una inmensa arboleda. […] Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los seres vivientes […] cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán saneadas, y habrá vida en todas partes adonde llegue el torrente» (Ez 47,7.9).
La fiesta judía de las Tiendas (Sukkot), que recordaba los cuarenta años en el desierto, poco a poco había asumido el símbolo del agua como un elemento central, e incluía un rito de ofrenda de agua cada mañana, que se volvía muy solemne el último día de la fiesta: se realizaba una gran procesión hacia el templo donde finalmente se daban siete vueltas en torno al altar y se ofrendaba a Dios el agua en medio de gran algarabía.[83]
El anuncio de la llegada del tiempo mesiánico se presentaba como una fuente abierta para el pueblo: «Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí […] al que ellos traspasaron […]. Aquel día, habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza» (Zc 12,10; 13,1).
Un traspasado, una fuente abierta, un espíritu de gracia y de oración. Los primeros cristianos inevitablemente veían cumplida esta promesa en el costado abierto de Cristo, fuente de donde mana la vida nueva. Recorriendo el Evangelio de Juan vemos cómo aquella profecía se veía plasmada en Cristo. Contemplamos su costado abierto, de donde brotó el agua del Espíritu: «Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua» (Jn 19,34). Allí el evangelista añade: «Verán al que ellos mismos traspasaron» (Jn 19,37). Retoma así aquel anuncio del profeta que prometía al pueblo una fuente abierta en Jerusalén, cuando ellos mirarían al traspasado (cf. Zc 12,10). La fuente abierta es el costado herido de Jesucristo.
Advertimos que el mismo Evangelio anunciaba ese momento sagrado, precisamente «el último día, el más solemne de la fiesta» de las Tiendas (Jn 7,37). Allí Jesús gritó al pueblo que celebraba en la gran procesión: «El que tenga sed, venga a mí; y beba […] de su seno brotarán manantiales de agua viva» (Jn 7,37-38). Para ello debía llegar su “hora”, porque Jesús «aún no había sido glorificado» (Jn 7,39). Todo se cumplió en la fuente desbordante de la Cruz.
En el libro del Apocalipsis reaparecen tanto el Traspasado: «todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado» (Ap 1,7), como la fuente abierta: «Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida» (Ap 22,17).
El costado traspasado es al mismo tiempo la sede del amor, un amor que Dios declaró a su pueblo con tantas palabras diferentes que vale la pena recordar:
«Eres de gran precio a mis ojos, […] eres valioso, y yo te amo» (Is 43,4).
«¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella te olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de mis manos» (Is 49,15-16).
«Aunque se aparten las montañas y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, mi alianza de paz no vacilará» (Is 54,10).
«Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad» (Jr 31,3).
«¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor, y lanza por ti gritos de alegría» (So 3,17).
El profeta Oseas llega a hablar del corazón de Dios, ese que «los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor» (Os 11,4). Por ese mismo amor despreciado podía decir: «Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura» (Os 11,8). Pero allí siempre vencerá la misericordia (cf. Os 11,9), que llegará a su máxima expresión en Cristo, la palabra definitiva de amor.
En el Corazón traspasado de Cristo se concentran escritas en carne todas las expresiones de amor de las Escrituras. No es un amor que simplemente se declara, sino que su costado abierto es manantial de vida para los amados, es aquella fuente que sacia la sed de su pueblo. Como enseñaba san Juan Pablo II, «los elementos esenciales de esta devoción pertenecen, de manera permanente, a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda su historia; pues desde el principio la Iglesia ha dirigido su mirada al Corazón de Cristo traspasado en la cruz».[84]
Resonancias de la Palabra en la historia
Veamos algunos efectos que esta Palabra de Dios ha producido en la historia de la fe cristiana. Varios Padres de la Iglesia, sobre todo del Asia Menor, mencionaban la herida del costado de Jesús como el origen del agua del Espíritu: la Palabra, su gracia y los sacramentos que la comunican. La fortaleza de los mártires vive de «la fuente celestial del agua viva que brota de la entraña de Cristo»,[85] o, como traduce Rufino, de «las celestiales y eternas fuentes que proceden de la entraña de Cristo».[86] Los creyentes, que renacimos por el Espíritu, venimos de esa caverna de la roca, «hemos salido del vientre de Cristo».[87] Su costado herido, que interpretamos como su corazón, está lleno del Espíritu Santo y desde él llega a nosotros como ríos de agua viva: «La fuente del Espíritu está enteramente en Cristo».[88] Pero el Espíritu que recibimos no nos aleja del Señor resucitado sino que nos llena de él, porque bebiendo del Espíritu bebemos al mismo Cristo: «Bebe a Cristo porque él es la roca que derrama agua. Bebe a Cristo porque él es la fuente de la vida. Bebe a Cristo porque él es el río cuya fuerza alegra a la ciudad de Dios. Bebe a Cristo porque él es la paz. Bebe a Cristo, porque de su seno fluye agua viva».[89]
San Agustín abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor. Es decir, para él el pecho de Cristo no es solamente la fuente de la gracia y de los sacramentos, sino que lo personaliza, presentándolo como símbolo de la unión íntima con Cristo, como lugar de un encuentro de amor. Allí está el origen de la sabiduría más preciosa, que es conocerle a él. En efecto, Agustín escribe que Juan, el amado, cuando en la última cena apoyó su cabeza sobre el pecho de Jesús, se reclinó sobre el santuario de la sabiduría.[90] No estamos ante una mera contemplación intelectual de una verdad teológica. San Jerónimo explicaba que una persona capaz de contemplación «no goza del placer de los baños, pero bebe de la vida del costado del Señor».[91]
San Bernardo retomó el simbolismo del costado traspasado del Señor entendiéndolo explícitamente como revelación y donación del amor de su Corazón. A través de la llaga se nos vuelve accesible y podemos hacer propio el gran misterio del amor y de la misericordia: «Yo, empero, lo que no hallo en mí mismo búscolo confiado en las entrañas del Salvador, rebosantes de bondad y misericordia, la cual van derramando por los diversos agujeros de su cuerpo sacratísimo, pues sus enemigos taladraron sus pies y manos y abrieron con lanza su costado; por estas aberturas puedo yo sacar miel de la piedra y óleo suave del peñasco durísimo; puedo gustar y ver cuán suave y dulce es el Señor. […] El hierro cruel atravesó su alma e hirió su corazón, a fin de que supiese compadecerse de mis flaquezas. El secreto de su corazón se está viendo por las aberturas de su cuerpo; podemos ya contemplar ese sublime misterio de la bondad infinita de nuestro Dios».[92]
Esto reaparece de modo especial en Guillermo de Saint-Thierry quien invitaba a entrar en el Corazón de Jesús, que nos alimenta en su propio pecho.[93] No llama la atención, si recordamos que para este autor «el arte de las artes es el arte del amor […]. El amor es donado por el creador de la naturaleza […]. El amor es una fuerza del alma que, como un peso natural, la conduce a su lugar o fin».[94] Ese lugar que le es propio, donde reina el amor en plenitud, es el Corazón de Cristo: «¿A dónde llevas, Señor, a los que abrazas y estrechas sino a tu corazón? Tu corazón es el dulce maná de tu divinidad que guardas en el interior, oh Jesús, en la urna de oro (cf. Hb 9,4) de su sapientísima alma. Dichosos aquellos a los que el abrazo los atrae hasta ahí. Dichosos los que escondiste en lo oculto de aquel secreto, en tu corazón».[95]
San Buenaventura une las dos líneas espirituales en torno al Corazón de Cristo: al mismo tiempo que lo presenta como la fuente de los sacramentos y de la gracia, propone que esta contemplación se convierta en una relación de amigos, en un encuentro personal de amor.
Por una parte, nos ayuda a reconocer la belleza de la gracia y de los sacramentos que manan de esa fuente de vida que es el costado herido del Señor: «Para que del costado de Cristo dormido en la cruz se formase la Iglesia y se cumpliese la Escritura que dice: mirarán al que traspasaron, uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud, el cual, manando de la fuente arcana del corazón, diese a los sacramentos de la Iglesia la virtud de conferir la vida de la gracia, y fuese para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que salta hasta la vida eterna».[96]
Luego nos invita a dar otro paso, para que el acceso a la gracia no se convierta en algo mágico, o en una suerte de emanación de tipo neoplatónico, sino en una relación directa con Cristo, habitando en su Corazón, porque quien bebe es un amigo de Cristo, es un corazón amante: «Levántate, pues, alma amiga de Cristo, y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima».[97]
La difusión de la devoción al Corazón de Cristo
Poco a poco el costado herido, donde reside el amor de Cristo, del cual a su vez mana la vida de la gracia, fue asumiendo la figura del corazón, especialmente en la vida monástica. Sabemos que a lo largo de la historia el culto al Corazón de Cristo no se manifestó de idéntica manera, y que los aspectos desarrollados en la modernidad, relacionados con diversas experiencias espirituales, no se pueden extrapolar a las formas medievales y menos aún a las formas bíblicas donde entrevemos semillas de este culto. No obstante, hoy la Iglesia no desprecia nada de todo lo bueno que el Espíritu Santo nos regaló a lo largo de los siglos, sabiendo que siempre será posible reconocer un significado más claro y pleno a ciertos detalles de la devoción, o comprender y desplegar nuevos aspectos de la misma.
Varias santas mujeres han narrado experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizado por el reposo en el Corazón del Señor, fuente de vida y de paz interior. Así sucedió a santa Lutgarda, a santa Matilde de Hackeborn, a santa Ángela de Foligno, a Juliana de Norwich, entre otras. Santa Gertrudis de Helfta, religiosa cisterciense, narró un momento de oración en el cual reclinó la cabeza en el Corazón de Cristo y escuchó sus latidos. En un diálogo con san Juan Evangelista le preguntó por qué en su Evangelio él no había hablado de lo que vivió cuando tuvo esa misma experiencia. Concluye Gertrudis que «la dulzura de esos latidos se reservó para los tiempos modernos, de manera que, escuchándolos, pueda renovarse el mundo envejecido y tibio en el amor de Dios».[98] ¿Podríamos pensar que es un anuncio referido a nuestros tiempos, un llamado a reconocer cómo se ha vuelto “viejo” este mundo, necesitado de percibir el mensaje siempre nuevo del amor de Cristo? Santa Gertrudis y santa Matilde han sido consideradas entre «las confidentes más íntimas del Sagrado Corazón».[99]
Los monjes cartujos, alentados sobre todo por Ludolfo de Sajonia, encontraron en la devoción al Sagrado Corazón un camino para llenar de afecto y cercanía su relación con Jesucristo. Quien entra por la herida de su Corazón es inflamado de afecto. Santa Catalina de Siena escribió que los sufrimientos que el Señor soportó no son algo que podamos presenciar, pero que el Corazón abierto de Cristo es para nosotros la posibilidad de un encuentro actual y personal con tanto amor: «Por eso quise que vieseis el secreto de mi corazón mostrándotelo abierto, para que vieses que yo amaba más que lo que podían demostraros mis sufrimientos finitos».[100]
La devoción al Corazón de Cristo trascendió progresivamente la vida monástica, y colmó la espiritualidad de santos maestros, predicadores y fundadores de congregaciones religiosas que la difundieron en los más remotos lugares de la tierra.[101]
De particular interés fue la iniciativa de san Juan Eudes, quien «después de dar con sus misioneros una fervorosísima misión en Rennes, logró que el señor obispo aprobara en aquella Diócesis la celebración de la fiesta del Corazón adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Esta fue la primera vez que en la Iglesia se autorizó esta fiesta oficialmente. Después, los obispos de Coutances, de Evreux, de Bayeux, de Lisieux, de Ruan, autorizaron para sus Diócesis respectivas la misma fiesta entre los años 1670 y 1671».[102]
San Francisco de Sales
En los tiempos modernos cabe destacar el aporte de san Francisco de Sales. Él contemplaba frecuentemente el Corazón abierto de Cristo, que invita a habitar en su interior en una relación personal de amor donde se iluminan los misterios de la vida. Se advierte en el pensamiento de este santo doctor cómo, frente a una moral rigorista o a una religiosidad del mero cumplimiento, el Corazón de Cristo se le presentaba como un llamado a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia. Así lo expresaba en su propuesta a la baronesa de Chantal: «Estoy seguro de que no permaneceremos más en nosotros mismos […] habitaremos para siempre en el costado herido del Salvador, pues sin él no sólo no podemos, sino aunque pudiéramos, no querríamos hacer nada».[103]
Para él, la devoción estaba lejos de convertirse en una forma de superstición o en una indebida objetivación de la gracia, porque significaba la invitación a una relación personal donde cada uno se siente único frente a Cristo, tenido en cuenta en su realidad irrepetible, pensado por Cristo y valorado de un modo directo y exclusivo: «Este corazón muy adorable y muy amable de Nuestro Maestro ardiendo del amor que nos profesa, corazón en el que vemos todos nuestros nombres escritos […]. Ciertamente es asunto de grandísimo consuelo que seamos amados tan entrañablemente por Nuestro Señor que nos lleva siempre en su Corazón».[104] Ese nombre propio escrito en el Corazón de Cristo era el modo como san Francisco de Sales intentaba simbolizar hasta qué punto el amor de Cristo hacia cada uno no es abstracto o genérico sino que implica una personalización donde el creyente se siente valorado y reconocido por sí mismo: «¡Qué hermoso es este Cielo ahora que el Salvador es su sol y el pecho de Él una fuente de amor de la cual los bienaventurados beben según su deseo! Cada uno va a mirar allí dentro y ve su nombre escrito con caracteres de amor, que sólo el verdadero amor puede leer y que el verdadero amor ha grabado. ¡Ah Dios! mi querida hija, ¿acaso los nuestros no estarán allí? Sí estarán, sin duda; pues, por más que nuestro corazón no tiene el amor, tiene no obstante el deseo del amor y el comienzo del amor».[105]
Él consideraba dicha experiencia como algo fundamental para una vida espiritual que colocaba esta convicción entre las grandes verdades de fe: «Sí mi querida Hija, piensa en vos, y no solamente en vos, sino en el más mínimo cabello de vuestra cabeza: es un artículo de fe y en modo alguno hay que dudar de él».[106] Esto tiene como consecuencia que el creyente se vuelve capaz de un completo abandono en el Corazón de Cristo, donde encuentra reposo, consuelo, fortaleza: «¡Oh Dios! qué felicidad estar así entre los brazos y sobre el pecho [del Salvador]. […] Permaneced así, querida Hija, y como otro pequeño san Juan, mientras que los otros comen en la mesa del Salvador distintas viandas, descansad por un gesto de simplísima confianza, vuestra cabeza, vuestra alma, vuestro espíritu en el pecho amoroso de este querido Señor».[107] «Espero que estaréis en la caverna de la tórtola y en el costado traspasado de nuestro querido Salvador. […] ¡Qué bueno es este Señor, mi querida Hija! ¡Qué amable es su Corazón! Permanezcamos aquí, en este santo domicilio».[108]
Pero, fiel a su enseñanza sobre la santificación en la vida ordinaria, propone que esto sea vivido en medio de las actividades, las tareas y las obligaciones de la vida cotidiana: «¿Me preguntáis cómo las almas que son atraídas en la oración a esta santa simplicidad y a este perfecto abandono en Dios deben comportarse en todas sus acciones? Yo contesto que, no solamente en la oración, sino en el comportamiento de toda su vida, deben andar invariablemente en espíritu de simplicidad, abandonando y entregando toda su alma, sus acciones y sus éxitos a la voluntad de Dios, con un amor de perfecta y absoluta confianza, abandonándose a la gracia y al cuidado del amor eterno que la divina Providencia siente por ellas».[109]
Por todo esto, a la hora de pensar en un símbolo que pudiera sintetizar su propuesta de vida espiritual, concluye: «He pensado, querida Madre, si os parece, que es menester que tomemos como escudo un único corazón traspasado por dos flechas encerrado en una corona de espinas».[110]
Una nueva declaración de amor
Bajo el sano influjo de esta espiritualidad salesa los acontecimientos de Paray-le-Monial tuvieron lugar a finales del siglo XVII. Santa Margarita María Alacoque narró importantes apariciones entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. Lo fundamental es una declaración de amor que se destaca en la primera gran aparición. Jesús dice: «Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros, que te descubro».[111]
Santa Margarita María resume todo de una manera potente y fervorosa: «Me descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Corazón Sagrado, que hasta entonces me había tenido siempre ocultos. Aquí me los descubrió por vez primera; pero de un modo tan operativo y sensible, que, a juzgar por los efectos producidos en mí por esta gracia, no me deja motivo alguno de duda».[112] En las siguientes manifestaciones se reafirma la hermosura de este mensaje: «Me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres».[113]
Este intenso reconocimiento del amor de Jesucristo que nos transmitió santa Margarita María nos ofrece valiosos estímulos para nuestra unión con él. Eso no significa que nos sintamos obligados a aceptar o asumir todos los detalles de esa propuesta espiritual, donde, como suele ocurrir, se mezclan con la acción divina elementos humanos relacionados con los propios deseos, inquietudes e imágenes interiores.[114] Tal propuesta, siempre tiene que ser releída a la luz del Evangelio y de toda la rica tradición espiritual de la Iglesia, al mismo tiempo que reconocemos cuánto bien ha hecho en tantas hermanas y en tantos hermanos. Esto nos permite reconocer regalos del Espíritu Santo dentro de dicha experiencia de fe y de amor. Más importante que los detalles es el núcleo del mensaje que se nos transmite y que puede resumirse en aquellas palabras que santa Margarita escuchó: «He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor».[115]
Esta manifestación es una invitación a un crecimiento en el encuentro con Cristo, gracias a la confianza sin reservas, hasta alcanzar una unión plena y definitiva: «Es preciso que el Divino Corazón de Jesús se sustituya de tal modo en lugar del nuestro, que Él solo viva y obre en nosotras y por nosotras; que su voluntad […] pueda obrar absolutamente sin resistencia de nuestra parte; y en fin, que sus afectos, sus pensamientos y deseos estén en lugar de los nuestros y sobre todo su amor, que se amará Él mismo en nosotras y por nosotras. Y de este modo, siéndonos este amable Corazón todo en todas las cosas, podremos decir con San Pablo, que no vivimos ya, sino que vive Él en nosotras».[116]
En realidad, en el primer mensaje recibido por ella, presentaba esta vivencia de un modo más personal, más concreto, lleno de fuego y de ternura: «Me pidió después el corazón, y yo le supliqué que le tomase. Le tomó e introdujo en su Corazón adorable, en el cual me le mostró como un pequeño átomo, que se consumía en aquel horno encendido».[117]
En otro momento advertimos que quien se nos entrega es el Cristo resucitado, lleno de gloria, pleno de vida y de luz. Si bien en distintos momentos habla de los sufrimientos que soportó por nosotros y de la ingratitud que recibe, aquí no se destacan la sangre y las llagas sufrientes, sino la luz y el fuego del Viviente. Las heridas de la Pasión, que no desaparecen, quedan transfiguradas. Así, aquí se expresa el Misterio de la Pascua en su integridad: «Una vez entre otras, estando expuesto el Santísimo Sacramento […] se me presentó Jesucristo, mi divino Maestro, todo radiante de gloria, con sus cinco llagas, que brillaban como cinco soles, y por todas partes salían llamas de su sagrada humanidad, especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Abrióse este y me descubrió su amantísimo y amabilísimo Corazón, que era el vivo foco de donde procedían semejantes llamas. Entonces fue cuando me descubrió las maravillas inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres, de los cuales no recibía sino ingratitudes y desprecios».[118]
San Claudio de La Colombière
Cuando san Claudio de La Colombière conoció las experiencias de santa Margarita, inmediatamente se convirtió en su defensor y divulgador. Él tuvo un papel especial en la comprensión y en la difusión de esta devoción al Sagrado Corazón, pero también en su interpretación a la luz del Evangelio.
Si bien algunas de las expresiones de santa Margarita, mal entendidas, podían dar lugar a confiar demasiado en los propios sacrificios y ofrendas, san Claudio evidencia que la contemplación del Corazón de Cristo, si es auténtica, no provoca una complacencia en uno mismo o una vanagloria en experiencias o en esfuerzos humanos, sino un indescriptible abandono en Cristo que llena la vida de paz, de seguridad, de decisión. Él expresaba muy bien esta confianza absoluta en una célebre oración:
«Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero».[119]
San Claudio escribió una nota en enero de 1677, encabezada por unas líneas que se refieren a la seguridad que él sentía sobre su propia misión: «He reconocido que Dios quiere servirse de mí, procurando el cumplimiento de sus deseos respecto a la devoción que me ha sugerido una persona, a quien Él se comunica muy confidencialmente y para la cual ha querido servirse de mi flaqueza. Ya la he inspirado a muchas personas».[120]
Es importante advertir cómo en la espiritualidad de La Colombière se produce una hermosa síntesis entre la rica y bella experiencia espiritual de santa Margarita y la contemplación tan concreta de los Ejercicios ignacianos. Él escribía al inicio de la Tercera Semana del mes de Ejercicios: «Dos cosas me han conmovido sumamente y me han tenido ocupado todo el tiempo. La primera es la disposición con que sale Jesucristo al encuentro de los que le buscan […]. Su corazón está anegado en un mar de amarguras: todas las pasiones se han desencadenado en su interior, toda la naturaleza está desconcertada, y a través de estos desórdenes y de todas estas tentaciones, su Corazón va derecho a Dios, no da un paso en falso, no vacila en tomar el partido que la virtud y la más alta virtud le sugiere. […] La segunda cosa es la disposición de este mismo Corazón con respecto a Judas, que le traicionaba; a los Apóstoles, que cobardemente le abandonaban; a los Sacerdotes y a los demás, que eran los autores de la persecución que sufría. Es cierto que todo ello no fue capaz de excitar en Él el menor resentimiento de odio ni de indignación […]. Me represento, pues, a este Corazón sin hiel, sin acritud, lleno de verdadera ternura para con sus enemigos».[121]
San Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús
San Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús, sin pretenderlo, han reconfigurado algunos elementos de la devoción al Corazón de Cristo, ayudándonos a entenderla de un modo todavía más fiel al Evangelio. Veamos ahora cómo se expresó en sus vidas esta devoción. En el próximo capítulo volveremos a ellos para mostrar la originalidad de la dimensión misionera que ambos desarrollaron de modos diversos.
Iesus Caritas
En Louye, san Carlos de Foucauld hacía visitas al Santísimo con su prima, Madame de Bondy, y un día ella le señaló una imagen del Sagrado Corazón.[122] Esta prima fue fundamental en la conversión de Carlos, tal como él lo reconoce: «Puesto que Dios te ha hecho el primer instrumento de sus misericordias para conmigo, de ti proceden todas. Si tú no me hubieras convertido, llevado a Jesús y enseñado poco a poco, como letra a letra, todo lo que es piadoso y bueno, ¿estaría hoy donde estoy?».[123] Pero precisamente, lo que ella despertó en él es la conciencia ardiente del amor de Jesús. Allí estaba todo, eso era lo más importante. Y esto se concentraba particularmente en la devoción al Corazón de Cristo, donde él encontraba la misericordia sin límites: «Esperemos en la misericordia infinita de aquel cuyo corazón tú me hiciste conocer».[124]
Luego su director espiritual, el abate Henri Huvelin, le ayudará a profundizar ese precioso misterio: «Este corazón bendito del que usted me habló tantas veces».[125] El 6 de junio de 1889, Carlos se consagró al Sagrado Corazón, donde él hallaba un amor absoluto. Él le dice a Cristo: «Me habéis colmado de tales beneficios, que me parece sería ingratitud para con vuestro corazón no creer que está dispuesto a colmarme de todo bien, por grande que sea, y que su amor y su liberalidad no tienen medida».[126] Él será el ermitaño «bajo el nombre del corazón de Jesús».[127]
El 17 de mayo de 1906, el mismo día en que fray Carlos, solo, ya no puede celebrar la misa, escribe que promete «dejar vivir en mí el corazón de Jesús para que ya no sea yo quien viva, sino el corazón de Jesús quien viva en mí, como vivía en Nazaret».[128] Su amistad con Jesús, corazón a corazón, no tenía nada de un devocionalismo intimista. Era la raíz de esa vida despojada de Nazaret con la cual Carlos quería imitar a Cristo y configurarse con él. Aquella tierna devoción al Corazón de Cristo tuvo consecuencias muy concretas en su estilo de vida y su Nazaret se alimentaba de esa relación tan personal con el Corazón de Cristo.
Santa Teresa del Niño Jesús
Al igual que san Carlos de Foucauld, santa Teresa del Niño Jesús respiró la enorme devoción que inundaba Francia en el siglo XIX. El sacerdote Almire Pichon era el director espiritual de su familia y se le consideraba un gran apóstol del Sagrado Corazón. Una hermana suya tomó el nombre religioso “María del Sagrado Corazón”, y el monasterio al que la santa ingresó estaba dedicado al Sagrado Corazón. No obstante, su devoción tomó algunas características propias más allá de las formas como se expresaba en aquel momento.
Cuando tenía quince años encontró un modo de resumir su relación con Jesús: «Aquel cuyo corazón late al unísono con el mío».[129] Dos años después, cuando le hablaban de un Corazón coronado de espinas, ella agregaba en una carta: «Tú bien sabes que yo no veo al Sagrado Corazón como todo el mundo. Yo pienso que el corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo un día cara a cara».[130]
En una poesía ella expresó el sentido de su devoción, hecha más de amistad y confianza que de seguridad en los propios sacrificios:
«Yo quiero un corazón ardiente de ternura
que me sirva de apoyo sin jamás vacilar,
que todo lo ame en mí, incluso mi pobreza…,
que nunca me abandone, ni me olvide jamás. […]
¡Yo necesito a un Dios de humanidad vestido,
que se haga hermano mío y que pueda penar! […]
Sé que nuestras justicias y todos nuestros méritos
Quizás el texto más importante para poder comprender el sentido de su devoción al Corazón de Cristo sea la carta que escribió, tres meses antes de morir, a su amigo Maurice Bellière: «Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación. Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del corazón de Jesús, le confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor».[132]
Las mentes eticistas, que pretenden llevar un control de la misericordia y de la gracia, dirían que ella podía expresar esto porque era santa, pero que no podría afirmarlo una persona pecadora. De ese modo, quitan de la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús su hermosa novedad que refleja el corazón del Evangelio. Lamentablemente, se ha vuelto frecuente en algunos círculos cristianos este intento de encerrar al Espíritu Santo en un esquema que les permita tener todo bajo su supervisión. Sin embargo, esta sabia doctora de la Iglesia les tapa la boca, y contradice directamente esa interpretación reductiva con estas palabras tan claras: «aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida».[133]
A sor María, que la elogiaba por su generoso amor a Dios dispuesto al martirio, ella le responde detenidamente en una carta que hoy es uno de los grandes hitos de la historia de la espiritualidad. Esta página debería ser leída mil veces por su hondura, claridad y belleza. Allí ayuda a la hermana “del Sagrado Corazón” a evitar concentrar esta devoción en un aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas. Ella, en cambio, resume todo en la confianza como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo: «Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, las riquezas espirituales hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande. […] Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… Este es mi único tesoro […] si deseas sentir alegría o atractivo por el sufrimiento, es tu propio consuelo lo que buscas […]. Comprende que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de ese Amor consumidor y transformante. […] ¡Ay, cómo quisiera hacerte comprender lo que yo siento…! La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor».[134]
En muchos de sus textos se advierte su lucha contra formas de espiritualidad demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el mérito propio, en el ofrecimiento de sacrificios, en determinados cumplimientos para “ganarse el cielo”. Para ella, «el mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien en recibir».[135] Leamos una vez más algunos de los textos tan significativos donde ella insiste en ese camino, que es un modo simple y rápido de ganar al Señor por el corazón.
Así escribe a su hermana Leonia: «Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con un suspiro de amor… Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón… Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre […] si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: “Dame un beso, no lo volveré a hacer”, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles…? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado».[136]
En una carta al padre Adolphe Roulland dice: «Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas, y circundada de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios».[137]
Y dirigiéndose al abate Maurice Bellière, a propósito de un padre de familia, expresa: «No creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón».[138]
Resonancias en la Compañía de Jesús
Hemos visto cómo san Claudio de La Colombière unía la experiencia espiritual de santa Margarita con la propuesta de los Ejercicios espirituales. Considero que el lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús merece unas breves palabras.
La espiritualidad de la Compañía de Jesús siempre propuso un «conocimiento interno del Señor […] para que más le ame y le siga».[139] San Ignacio nos invita en sus Ejercicios espirituales a situarnos frente al Evangelio, que nos narra que Jesús «herido con la lanza su costado, manó agua y sangre».[140] Cuando el ejercitante queda frente al costado herido de Cristo, Ignacio le propone entrar en el Corazón de Cristo. Este es un camino para madurar el propio corazón de la mano de un “maestro de los afectos”, según la expresión que san Pedro Fabro usaba en una de sus cartas a san Ignacio.[141] Lo menciona también el jesuita Juan Alfonso de Polanco, en su biografía de san Ignacio, en la cual reconocía que «[el cardenal Contarini] había encontrado al Padre Ignacio como un maestro de los afectos».[142] Los coloquios que san Ignacio propone son parte esencial de esta educación del corazón, porque sentimos y gustamos con el corazón un mensaje del Evangelio y lo conversamos con el Señor. San Ignacio dice que podemos comunicarle nuestras cosas al Señor y pedirle consejo acerca de ellas. Cualquier ejercitante puede reconocer que en los Ejercicios hay un diálogo de corazón a corazón.
San Ignacio finaliza las contemplaciones al pie del Crucificado, invitando al ejercitante a dirigirse con mucho afecto al Señor crucificado y a preguntarle «como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor» qué debería hacer por él.[143] El itinerario de los Ejercicios culmina en la “Contemplación para alcanzar Amor”, de la que brota el agradecimiento y la ofrenda de “la memoria, el entendimiento y la voluntad” al Corazón que es fuente y origen de todo bien.[144] Tal conocimiento interior del Señor no se construye con nuestras luces y esfuerzos, se pide como don.
Esta misma experiencia está detrás de una larga cadena de sacerdotes jesuitas que se han referido explícitamente al Corazón de Jesús, como san Francisco de Borja, san Pedro Fabro, san Alonso Rodríguez, el padre Álvarez de Paz, el padre Vicente Caraffa, el padre Kasper Drużbicki y tantos otros. En 1883 los jesuitas declararon «que la Compañía de Jesús acepta y recibe con un espíritu desbordante de gozo y de gratitud, la suavísima carga que le ha confiado nuestro Señor Jesucristo de practicar, promover y propagar la devoción a su divinísimo Corazón».[145] En diciembre de 1871 el padre Pieter Jan Beckx consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús y, como señal de que seguía siendo parte actual de la vida de la Compañía, el padre Pedro Arrupe lo hizo nuevamente en 1972, con una convicción que se expresa en estas palabras: «Quiero decir a la Compañía algo que juzgo no debo callar. Desde mi noviciado, siempre he estado convencido de que en la llamada “Devoción al Sagrado Corazón” está encerrada una expresión simbólica de lo más profundo del espíritu ignaciano y una extraordinaria eficacia —ultra quam speraverint— tanto para la perfección propia como para la fecundidad apostólica. Ese convencimiento lo poseo aún. […] En esta devoción tengo una de las fuentes más entrañables de mi vida interior».[146]
Cuando san Juan Pablo II invitó «a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo» lo hizo porque reconocía los íntimos lazos que hay entre la devoción al Corazón de Cristo y la espiritualidad ignaciana, ya que el deseo de «conocer íntimamente al Señor» y de «mantener un diálogo» con él, corazón a corazón, «es característico, gracias a los ejercicios espirituales, del dinamismo espiritual y apostólico ignaciano, todo él al servicio del amor del Corazón de Dios».[147]
Una larga corriente de vida interior
La devoción al Corazón de Cristo reaparece en el camino espiritual de muchos santos muy diferentes entre sí y en cada uno de ellos esta devoción adquiere nuevos aspectos. San Vicente de Paúl, por dar un ejemplo, decía que lo que Dios quiere es el corazón: «Dios pide principalmente el corazón, el corazón, que es lo principal. ¿De dónde viene que uno que carezca de bienes merezca más que el que teniendo grandes posesiones, renuncia a ellas? De que el que no tiene nada, va con más afecto; y eso es lo que Dios quiere especialmente».[148] Esto implica aceptar que el propio corazón se una al de Cristo: «Una hermana que hace todo lo que puede para poner su corazón en disposición de unirse al de Nuestro Señor […] ¡cuántas bendiciones puede esperar de Dios!».[149]
A veces tenemos la tentación de considerar este misterio de amor como un admirable hecho del pasado, como una bella espiritualidad de otros tiempos, y necesitamos recordar una y otra vez, como decía un santo misionero, que «este Corazón divino, que toleró ser atravesado por una lanza enemiga para derramar por esa sagrada abertura los Sacramentos con los que se formó la Iglesia, de ningún modo ha dejado de amar».[150] Otros santos más recientes como san Pío de Pietrelcina, santa Teresa de Calcuta y tantos más, hablan con sentida devoción sobre el Corazón de Cristo. Pero quisiera recordar también las experiencias de santa Faustina Kowalska que reproponen la devoción al Corazón de Cristo con un fuerte acento en la vida gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina. De hecho, motivado por estas vivencias de la santa y bebiendo de la herencia espiritual del santo obispo Józef Sebastian Pelczar (1842-1924),[151] san Juan Pablo II conectaba íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo: «La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al Corazón de Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto […] de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre».[152] El mismo san Juan Pablo II, refiriéndose al Sagrado Corazón, reconoció de una manera muy personal: «Él me ha hablado desde mi juventud».[153]
La actualidad de la devoción al Corazón de Cristo se advierte particularmente en la acción evangelizadora y educativa de numerosas congregaciones religiosas femeninas y masculinas que han sido marcadas desde sus orígenes por esta experiencia espiritual cristológica. Mencionarlas a todas sería una tarea interminable. Veamos sólo dos ejemplos tomados al azar: «El Fundador [san Daniel Comboni] ha encontrado en el misterio del Corazón de Jesús la fuerza para su compromiso misionero».[154] «Impulsadas por el amor del Corazón de Jesús, buscamos el crecimiento de las personas en su dignidad humana y como hijos e hijas de Dios, a partir del evangelio y de sus exigencias de amor, de perdón, de justicia y de solidaridad con los pobres y marginados».[155] Del mismo modo, los santuarios consagrados al Corazón de Cristo, esparcidos por el mundo, son un cautivante manantial de espiritualidad y de fervor. A todos los que de alguna manera participan de estos espacios de fe y caridad les hago llegar mi paternal bendición.
La devoción del consuelo
La herida del costado, de donde brota el agua viva, sigue abierta en el Resucitado. Esa gran herida producida por la lanza, y las llagas de la corona de espinas que suelen aparecer en las representaciones del Sagrado Corazón, son inseparables de esta devoción. Porque en ella se contempla el amor de Jesucristo que fue capaz de entregarse hasta el fin. El corazón del Resucitado mantiene estas señales de la entrega total que implicó un intenso sufrimiento por nosotros. Por eso resulta de algún modo inevitable que el creyente desee reaccionar, no solamente frente a ese gran amor, sino también ante el dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor.
Con Él en la Cruz
Vale la pena rescatar esa expresión de la experiencia espiritual desarrollada en torno al Corazón de Cristo: el deseo interior de darle un consuelo. No trataré ahora la práctica de la “reparación”, que considero mejor situada en el contexto de la dimensión social de esta devoción, por lo cual la desarrollaré en el próximo capítulo. Ahora sólo quisiera concentrarme en ese deseo que muchas veces brota en el corazón del creyente enamorado cuando contempla el misterio de la pasión de Cristo y la vive como un misterio que no sólo se recuerda, sino que por la gracia se vuelve presente, o mejor, nos lleva a nosotros a estar místicamente presentes en ese momento redentor. Si el Amado es el más importante, entonces, ¿cómo no querer consolarle?
El Papa Pío XI intentó fundamentarlo invitándonos a reconocer que el misterio de la redención por la pasión de Cristo salta por la gracia de Dios todas las distancias del tiempo y del espacio, de modo que si él en la Cruz se entregaba también por los pecados futuros, los nuestros, de la misma manera nuestros actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su Corazón herido: «Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22,43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero».[156]
Las razones del corazón
Puede parecer que esta expresión de la devoción no tiene suficiente sustento teológico, sin embargo, el corazón tiene sus razones. El sensus fidelium intuye que aquí hay algo misterioso más allá de nuestra lógica humana, y que la pasión de Cristo no es un mero hecho del pasado: podemos participar en ella desde la fe. Meditar la entrega de Cristo en la cruz, para la piedad de los fieles es algo mayor que un mero recuerdo. Esta convicción está sólidamente fundada en la teología.[157] A esto se une la conciencia del propio pecado, que él cargó sobre sus hombros heridos, y de la propia inadecuación frente a tanto amor, que siempre nos sobrepasa infinitamente.
De todos modos, nos preguntamos cómo es posible relacionarnos con el Cristo vivo, resucitado, plenamente feliz, y al mismo tiempo consolarlo en la pasión. Consideremos el hecho de que el Corazón resucitado conserva su herida como memoria constante, y que la acción de la gracia provoca una experiencia que no se contiene enteramente en el instante cronológico. Estas dos convicciones nos permiten admitir que estamos ante una vía mística que supera los intentos de la razón y expresa lo que la misma Palabra de Dios nos sugiere. «Mas —escribe el Papa Pío XI—, ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: “Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo”. Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, tristeza, angustias, oprobios, “quebrantado por nuestras culpas” (Is 53,5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte».[158]
Esta enseñanza de Pío XI merece ser tenida en cuenta. Pues cuando la Escritura sostiene que los creyentes que no viven de acuerdo con su fe «por su cuenta vuelven a crucificar al Hijo de Dios» (Hb 6,6), o que cuando soporto padecimientos por los demás «completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1,24), o que Cristo en su pasión oró no solamente por sus discípulos de entonces sino «por los que, gracias a su palabra, creerán» (Jn 17,20) en él, está diciendo algo que rompe nuestros esquemas limitados. Nos muestra que no es posible establecer un antes y un después sin conexión alguna, aunque nuestro pensamiento no sepa cómo explicarlo. El Evangelio, en sus distintos aspectos, no es sólo para reflexionarlo o recordarlo, sino para vivirlo, tanto en las obras de amor como en la experiencia interior, y esto vale sobre todo para el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Las separaciones temporales que nuestra mente utiliza no parecen contener la verdad de esta experiencia creyente donde se funden la unión con Cristo sufriente y a la vez la potencia, el consuelo y la amistad que gozamos con el Resucitado.
Vemos ahora la unidad del Misterio pascual en sus dos aspectos inseparables que se iluminan entre sí. Ese único Misterio que se hace presente por la gracia en sus dos dimensiones, hace que al mismo tiempo que intentamos ofrecer algo a Cristo para su consuelo, nuestros propios sufrimientos se ven iluminados y transfigurados por la luz pascual del amor. Lo que sucede es que nosotros participamos de ese Misterio en nuestra vida concreta, porque antes Cristo mismo quiso participar de nuestra vida, quiso vivir anticipadamente como cabeza lo que viviría su cuerpo eclesial, tanto en las heridas como en los consuelos. Cuando vivimos en gracia de Dios, esta mutua participación se nos vuelve experiencia espiritual. En definitiva, es el Resucitado quien, con la acción de su gracia, hace posible que nos unamos misteriosamente a su pasión. Lo saben los corazones creyentes que viven el gozo de la resurrección, pero simultáneamente desean participar en el destino de su Señor. Están dispuestos a esa participación con los sufrimientos, los cansancios, las desilusiones y los temores que son parte de su vida. No viven tal Misterio en soledad, ya que estas llagas son igualmente participación en el destino del cuerpo místico de Cristo que camina en el santo pueblo de Dios y que lleva en sí el destino de Cristo en cada tiempo y lugar de la historia. La devoción del consuelo no es ahistórica o abstracta, se hace carne y sangre en el camino de la Iglesia.
La compunción
El inevitable deseo de consolar a Cristo, que parte del dolor de contemplar lo que sufrió por nosotros, se alimenta también en el reconocimiento sincero de nuestras esclavitudes, los apegos, las faltas de alegría en la fe, las búsquedas vanas, y, más allá de los pecados concretos, la no correspondencia del corazón a su amor y a su proyecto. Es una experiencia que nos purifica, porque el amor necesita la purificación de las lágrimas que al final nos dejan más sed de Dios y menos obsesión por nosotros mismos.
Así vemos que más hondo se vuelve el deseo de consolar al Señor mientras más se profundiza la compunción del corazón creyente, que «no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. […] No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer. […] Tener lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores […]. Como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura. […] La compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración».[159] Es «demandar […] dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí».[160]
Por consiguiente, ruego que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del santo pueblo fiel de Dios, que en su piedad popular intenta consolar a Cristo. E invito a cada uno a preguntarse si no hay más racionalidad, más verdad y más sabiduría en ciertas manifestaciones de ese amor que busca consolar al Señor que en los fríos, distantes, calculados y mínimos actos de amor de los que somos capaces aquellos que pretendemos poseer una fe más reflexiva, cultivada y madura.
Consolados para consolar
En esta contemplación del Corazón de Cristo entregado hasta el extremo somos consolados nosotros. El dolor que sentimos en el corazón abre paso a la confianza plena y finalmente lo que queda es gratitud, ternura, paz; queda su amor reinando en nuestra vida. La compunción «no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor».[161] Y nuestro dolor se une al dolor de Cristo en la cruz, pues cuando decimos que la gracia nos permite saltar todas las distancias, esto significa además que Cristo, cuando sufría, se unía a todos los sufrimientos de sus discípulos a lo largo de la historia. De ese modo, si sufrimos, podemos vivir el consuelo interior de saber que el mismo Cristo sufre con nosotros. Deseando consolarle, salimos consolados.
Pero en algún momento de esta contemplación del corazón creyente, debe resonar aquel dramático reclamo del Señor: «¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!» (Is 40,1). Y nos vienen a la memoria las palabras de san Pablo, que nos recuerda que Dios nos consuela «para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios» (2 Co 1,4).
Esto nos invita ahora a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo. Porque al mismo tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos. En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre. De este modo se cierra el círculo: «La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante» (Jn 15,8).
V. AMOR POR AMOR
En las experiencias espirituales de santa Margarita María, junto a la ardiente declaración de amor de Jesucristo, encontramos también una resonancia interior que interpela a dar la vida. Sabernos amados y depositar toda la confianza en ese amor no significa anular todas nuestras capacidades de entrega, no implica renunciar al imparable deseo de dar alguna respuesta desde nuestras pequeñas y limitadas capacidades.
Un lamento y un pedido
A partir de la segunda gran manifestación a santa Margarita, Jesús expresa el dolor porque su gran amor a los hombres no recibe a cambio «por procurar su bien, sino frialdad y repulsas […] ingratitudes y desprecios. Esto —dice el Señor— me es mucho más sensible, que cuanto he sufrido en mi pasión».[162]
Jesús habla de su sed de ser amado, nos muestra que no es indiferente a su Corazón la reacción que nosotros tengamos ante su deseo: «Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado de los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed me consume; y no hallo nadie que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela, correspondiendo de alguna manera a mi amor».[163] El pedido de Jesús es amor. Cuando el corazón creyente lo descubre, la respuesta que brota espontáneamente no consiste en una pesada búsqueda de sacrificios o en el mero cumplimiento de un pesado deber, es cuestión de amor: «Recibí de Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo y rendirle amor por amor».[164] Así enseña León XIII, escribiendo que, mediante la imagen del Sagrado Corazón, la caridad de Cristo «nos incita a devolverle amor por amor».[165]
Prolongar su amor en los hermanos
Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor. La Palabra de Dios lo dice con total claridad:
«Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
«Toda la Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).
«Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
«¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20).
El amor a los hermanos no se fabrica, no es resultado de nuestro esfuerzo natural, sino que requiere una transformación de nuestro corazón egoísta. Entonces nace de una forma espontánea la célebre súplica: “Jesús, haz nuestro corazón semejante al tuyo”. Por esta misma razón, la invitación de san Pablo no era: “esfuércense por hacer obras buenas”. Su invitación era más precisamente: «Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
Es bueno recordar que en el Imperio romano muchas personas pobres, forasteros y tantos otros descartados, encontraban en los cristianos respeto, cariño y cuidado. Esto explica el razonamiento del emperador apóstata Juliano, quien se preguntaba por qué los cristianos eran tan respetados y seguidos, y consideraba que una de las razones era su tarea de asistencia a los pobres y a los forasteros, dado que el Imperio los ignoraba y despreciaba. Para este emperador era intolerable que sus pobres no recibiesen ayuda de parte suya, mientras los odiados cristianos «alimentan a los suyos, y además a los nuestros».[166] En la carta se detiene especialmente en la orden de crear instituciones de beneficencia para competir con los cristianos y atraer el respeto de la sociedad: «Abre en todas las ciudades numerosos alberges, para que los extranjeros puedan gozar de nuestra humanidad […]. Acostumbra a los helenos a los actos de beneficencia».[167] Pero no logró su objetivo, seguramente porque detrás de estas obras no había algo semejante al amor cristiano que permitía reconocer a cada persona una dignidad única.
Identificándose con los más pequeños de la sociedad (cf. Mt 25,31-46), «Jesús aportó la gran novedad del reconocimiento de la dignidad de toda persona, y también, y sobre todo, de aquellas personas que eran calificadas de “indignas”. Este nuevo principio de la historia humana, por el que el ser humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente, hasta el punto de perder la propia “figura” humana, ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la calle».[168]
Aun desde el punto de vista de la herida de su Corazón, la mirada dirigida al Señor, que «tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades» (Mt 8,17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias de los demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación, como instrumentos para la difusión de su amor.[169] Si contemplamos la entrega de Cristo por todos, se nos vuelve inevitable preguntarnos por qué no somos capaces de dar la vida por los demás: «En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).
Algunas resonancias en la historia de la espiritualidad
Esta unión entre la devoción al Corazón de Jesús y el compromiso con los hermanos atraviesa la historia de la espiritualidad cristiana. Veamos algunos ejemplos.
Ser una fuente para los demás
A partir de Orígenes, varios Padres de la Iglesia interpretaron el texto de Juan 7,38 —«de su seno brotarán manantiales de agua viva»— como referido al mismo creyente, aunque es la consecuencia de que él mismo ha bebido de Cristo. De este modo la unión con Cristo no se orienta sólo a saciar la propia sed sino a convertirnos en una fuente de agua fresca para los demás. Decía Orígenes que Cristo cumple su promesa haciendo brotar de nosotros corrientes de agua: «El alma del ser humano, que es a imagen de Dios, puede contener en sí y producir de sí pozos, fuentes y ríos».[170]
San Ambrosio recomendaba beber de Cristo «para que abunde en ti la fuente de agua que salta a la vida eterna».[171] Y Mario Victorino sostenía que el Espíritu Santo se dona con tal abundancia que «quien lo recibe se convierte en un seno que derrama ríos de agua viviente».[172] San Agustín decía que este río que brota del creyente es la benevolencia.[173] Santo Tomás de Aquino reafirmaba esta idea sosteniendo que cuando alguien «se apresura a comunicar a otros diversos dones de la gracia que recibió de Dios, agua viva fluye de su seno».[174]
Porque, si bien «el sacrificio de la cruz, ofrecido con corazón amante y obediente, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano»,[175] la Iglesia, que nace del Corazón de Cristo, prolonga y comunica en todos los tiempos y en todas partes los efectos de esa única pasión redentora, que orientan a las personas a la unión directa con el Señor.
En el seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se entiende «como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo»,[176] el único Redentor, y «la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María».[177] La devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder».[178] Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez.
Fraternidad y mística
San Bernardo, al mismo tiempo que invitaba a la unión con el Corazón de Cristo, aprovechaba la riqueza de esta devoción para proponer un cambio de vida fundado en el amor. Él creía que era posible una transformación de la afectividad, esclavizada por los placeres, que no se libera por la obediencia ciega a un mandato sino en una respuesta a la dulzura del amor de Cristo. El mal se supera con el bien, el mal se vence con el crecimiento del amor: «Ama, pues, al Señor, tu Dios, con el afecto de un corazón lleno y entero; ámale con toda la sabiduría y vigilancia de la razón; ámale con todas las fuerzas del espíritu, de suerte que no temas ni siquiera el morir por amor suyo […]. Sea el Señor Jesús para tu afecto un objeto de dulzura, a fin de destruir la dulzura criminal de los placeres de la vida carnal: una dulzura supere a la otra, como un clavo expulsa a otro clavo».[179]
San Francisco de Sales se dejaba iluminar especialmente por el pedido de Jesús: «Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29). De este modo, decía, en las cosas más simples y ordinarias le robamos el corazón al Señor: «Hay que tener cuidado de servirle en cosas grandes y altas y en pequeñas y abyectas, pues con unas y con otras podemos arrebatarle el corazón mediante el amor. […] Tantos leves detalles de caridad ordinarios, ese dolor de cabeza o de muelas, una indisposición, la palabra desabrida del marido o de la esposa, la rotura de un cristal, un desprecio o una burla, la pérdida de los guantes, de un anillo, de un pañuelo, la insignificante molestia que supone ir a acostarse temprano o levantarse al alba para hacer oración antes de comulgar, la vergüenza que se siente al cumplir con ciertos deberes de piedad públicamente; en una palabra, todos los sufrimientos recibidos y practicados con amor agradan mucho a la Bondad Divina».[180] Pero, en definitiva, la clave de nuestra respuesta al amor del Corazón de Cristo es el amor al prójimo: «un amor firme, constante, invariable, que, no deteniéndose en nimiedades, ni en las cualidades o condiciones de las personas, no está sujeto a cambios ni a las animadversiones […]. Nuestro Señor nos ama sin interrupción […], soporta tanto nuestros defectos como nuestras imperfecciones; […] es pues preciso que hagamos lo mismo con respecto a nuestros hermanos, no cansándonos nunca de soportarlos».[181]
San Carlos de Foucauld quería imitar a Jesucristo, vivir como él, actuar como él actuaba, hacer siempre lo que Jesús habría hecho en su lugar. Para que este objetivo se cumpliera en plenitud, necesitaba conformarse con los sentimientos del Corazón de Cristo. Así aparecía una vez más la expresión “amor por amor”, cuando decía: «Deseo de sufrimientos, para devolverle amor por amor, para imitarle, […] para compartir su obra, ofrecerme a Él todo, la nada que yo soy, en sacrificio, en víctima, por la santificación de los hombres».[182] El deseo de llevar el amor de Jesús, su tarea misionera entre los más pobres y olvidados de la tierra, le llevó a tomar por divisa Iesus Caritas, con el símbolo del Corazón de Cristo con una cruz clavada.[183] No era una decisión superficial: «Con todas mis fuerzas trato de mostrar y de probar a estos pobres hermanos extraviados que nuestra religión es toda caridad, toda fraternidad, que su emblema es un corazón».[184] Y él quería establecerse con otros hermanos «en Marruecos en el nombre del corazón de Jesús».[185] De este modo, su tarea evangelizadora sería una irradiación: «La caridad ha de irradiar de las fraternidades, como irradia del corazón de Jesús».[186] Este deseo lo convirtió poco a poco en un hermano universal, porque, dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quería albergar a la totalidad de la humanidad doliente en su corazón fraterno: «Nuestro corazón, como el de la Iglesia, como el de Jesús, ha de abrazar a todos los hombres».[187] «El amor del corazón de Jesús para con los hombres, el amor que muestra en su pasión, ése es el que nosotros hemos de tener para con todos los humanos».[188]
El abate Henri Huvelin, director espiritual de san Carlos de Foucauld, decía que «cuando nuestro Señor vive en un corazón, le da estos sentimientos, y este corazón se abaja hacia los pequeños. Tal fue la disposición del corazón de un Vicente de Paúl […]. Cuando nuestro Señor vive en un alma de sacerdote lo inclina hacia los pobres».[189] Es importante advertir cómo esta entrega de san Vicente, que describe el padre Huvelin, también estaba alimentada por la devoción al Corazón de Cristo. Vicente exhortaba a «tomar del corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo»[190] para el pobre enfermo. Para que esto sea real supone que el propio corazón haya sido transformado por el amor y la mansedumbre del Corazón de Cristo, y san Vicente repetía mucho esta convicción en sus sermones y consejos, hasta el punto de convertirse en un aspecto destacable de las Constituciones de su Congregación: «Todos pondrán también sumo empeño en aprender esta lección que nos enseñó Jesucristo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”; teniendo en cuenta que, según Él mismo lo dice, con la mansedumbre se posee la tierra, porque con la práctica de esta virtud se ganan los corazones de los hombres para convertirlos a Dios, lo cual no pueden conseguir los que se portan con el prójimo de una manera dura y áspera».[191]
La reparación: construir sobre las ruinas
Todo lo dicho nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al Corazón de Cristo, qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la ayuda de su gracia. Se ha discutido mucho al respecto, pero san Juan Pablo II ha ofrecido una respuesta clara para orientarnos a los cristianos de hoy hacia un espíritu de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.
Sentido social de la reparación al Corazón de Cristo
San Juan Pablo II explicó que, entregándonos junto al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de «unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, «esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador».[192] Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza.
Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a cada pecado el carácter de pecado social», aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que «constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo».[193] San Juan Pablo II explicaba que la repetición de estos pecados contra los demás muchas veces termina consolidando una “estructura de pecado” que llega a afectar el desarrollo de los pueblos.[194] Muchas veces esto se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir “alienación social”: «Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esta solidaridad interhumana».[195] No es sólo una norma moral lo que nos mueve a resistir ante estas estructuras sociales alienadas, desnudarlas y propiciar un dinamismo social que restaure y construya el bien, sino que es la misma «conversión del corazón» la que «impone la obligación»[196] de reparar esas estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo que nos enseña a amar.
Precisamente porque la reparación evangélica posee este fuerte sentido social, nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para que sean eficazmente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga posibles. Decía también san Juan Pablo II que «para construir la civilización del amor» la humanidad actual tiene necesidad del Corazón de Cristo.[197] La reparación cristiana no se puede entender sólo como un conjunto de obras externas, que son indispensables y a veces admirables. Esta exige una mística, un alma, un sentido que le otorgue fuerza, empuje, creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo.
Reparar los corazones heridos
Por otra parte, tampoco le basta al mundo, ni al Corazón de Cristo, una reparación meramente externa. Si cada uno piensa en sus propios pecados y en sus consecuencias en los demás, descubrirá que reparar el daño hecho a este mundo implica además el deseo de reparar los corazones lastimados, allí donde se produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa.
Un espíritu de reparación «nos invita a esperar que toda herida pueda sanar, aunque sea profunda. La reparación completa parece a veces imposible, cuando las posesiones o los seres queridos se pierden permanentemente, o cuando determinadas situaciones se han vuelto irreversibles. Pero la intención de reparar y de hacerlo concretamente es esencial para el proceso de reconciliación y el retorno de la paz al corazón».[198]
La belleza de pedir perdón
No basta la buena intención, es indispensable un dinamismo interior de deseo que provoque consecuencias externas. En definitiva «la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón […]. Es de este reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar».[199]
No se debe pensar que el reconocimiento del propio pecado ante los demás es algo degradante o dañino para nuestra dignidad humana. Al contrario, es dejar de mentirse a sí mismo, es reconocer la propia historia tal cual es, marcada por el pecado, especialmente cuando hemos hecho daño a los hermanos: «Acusarse a sí mismo es parte de la sabiduría cristiana. […] Esto le gusta al Señor, porque el Señor recibe el corazón contrito».[200]
Parte de este espíritu de reparación es el hábito de pedir perdón a los hermanos, que hace presente una enorme nobleza en medio de nuestra fragilidad. Pedir perdón es un modo de sanar las relaciones porque «reabre el diálogo y demuestra el deseo de restablecer el vínculo en la caridad fraterna […], toca el corazón del hermano, lo consuela y le inspira la aceptación del perdón solicitado. Así, si lo irreparable no puede repararse del todo, el amor siempre puede renacer, haciendo soportable la herida».[201]
Un corazón capaz de compungirse puede crecer en la fraternidad y la solidaridad, porque «quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios».[202] Por consiguiente, brota un auténtico espíritu de reparación, ya que «quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar».[203] Esta solidaridad que genera la compunción al mismo tiempo hace posible la reconciliación. La persona que es capaz de compungirse, «en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás».[204]
La reparación: una prolongación para el Corazón de Cristo
Hay otro modo complementario de entender la reparación, que nos permite colocarla en una relación aún más directa con el Corazón de Cristo, sin excluir de esa reparación el compromiso concreto con los hermanos del cual hemos hablado.
En otro contexto he afirmado que Dios «de algún modo, quiso limitarse a sí mismo» y «muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador».[205] Nuestra cooperación puede permitir que el poder y el amor de Dios se difundan en nuestras vidas y en el mundo, y el rechazo o la indiferencia pueden impedirlo. Algunas expresiones bíblicas lo manifiestan metafóricamente, como cuando el Señor reclama: «Si quieres volver, Israel […] vuélvete a mí» (Jr 4,1). O cuando dice, frente a los rechazos de su pueblo: «Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura» (Os 11,8).
Aunque no sea posible hablar de un nuevo sufrimiento del Cristo glorioso, «el misterio pascual de Cristo […] y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente»[206]. De ese modo, podemos decir que él mismo ha aceptado limitar la gloria expansiva de su resurrección, contener la difusión de su inmenso y ardiente amor para dejar lugar a nuestra libre cooperación con su Corazón. Esto es tan real que nuestro rechazo lo detiene en ese impulso donativo, así como nuestra confianza y la ofrenda de nosotros mismos abre un espacio, ofrece un canal libre de obstáculos al derramamiento de su amor. Nuestro rechazo o nuestra indiferencia limitan los efectos de su poder y la fecundidad de su amor en nosotros. Si él no encuentra en mí confianza y apertura, su amor se ve privado —porque él mismo así lo ha querido— de su prolongación en mi vida que es única e irrepetible, y en el mundo donde él me llama a hacerlo presente. Esto no proviene de una fragilidad suya sino de su infinita libertad, de su paradójico poder y de la perfección de su amor por cada uno de nosotros. Cuando la omnipotencia de Dios se muestra en esa debilidad de nuestra libertad, «sólo la fe puede descubrirla».[207]
De hecho, santa Margarita María narró que, en una de las manifestaciones de Cristo, él le habló de su Corazón apasionado de amor por nosotros, que «no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas».[208] Puesto que el Señor, que todo lo puede, en su divina libertad ha querido necesitar de nosotros, la reparación se entiende como liberar los obstáculos que ponemos a la expansión del amor de Cristo en el mundo, con nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega.
La ofrenda al Amor
Para reflexionar mejor sobre este misterio, nos ayuda nuevamente la luminosa espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús. Ella sabía que algunas personas habían desarrollado una forma extrema de reparación, con la buena voluntad de entregarse por los demás, que consistía en ofrecerse como una especie de “pararrayos” de manera que la justicia divina se realizara: «Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables».[209] Pero, por más admirable que esa ofrenda pudiera parecer, a ella no le convencía demasiado: «Yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla».[210] Esta insistencia en la justicia divina finalmente inducía a pensar que el sacrificio de Cristo era incompleto o parcialmente eficaz, o que su misericordia no era suficientemente intensa.
Con su intuición espiritual santa Teresa del Niño Jesús descubrió que hay otra forma de ofrendarse a sí mismo, donde no hay necesidad de saciar la justicia divina sino de permitir al amor infinito del Señor difundirse sin obstáculos: «¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti».[211]
No hay nada que agregar al único sacrificio redentor de Cristo, pero es verdad que el rechazo de nuestra libertad no le permite al Corazón de Cristo dilatar en este mundo sus «oleadas de infinita ternura». Y esto es así porque el mismo Señor quiere respetar esta posibilidad. Eso, más que la justicia divina, es lo que inquietaba el corazón de santa Teresa del Niño Jesús, ya que para ella la justicia sólo se comprende a la luz del amor. Vimos que ella adoraba todas las perfecciones divinas a través de la misericordia, y así las veía transfiguradas, radiantes de amor. Decía: «Incluso la justicia (y quizás ésta más aún que todas las demás) me parece revestida de amor».[212]
Así nace su acto de ofrenda, no a la justicia divina, sino al Amor misericordioso: «Me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío».[213] Es importante advertir que no se trata sólo de permitir que el Corazón de Cristo extienda la belleza de su amor en el propio corazón, a través de una confianza total, sino también que a través de la propia vida llegue a los demás y transforme el mundo: «En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor […] ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!».[214] Los dos aspectos están inseparablemente unidos.
El Señor aceptó su ofrenda. Vemos que tiempo después ella misma expresó un intenso amor por los demás y sostuvo que procedía del Corazón de Cristo que se prolongaba a través de ella. Así, le decía a su hermana Leonia: «Te quiero mil veces más tiernamente de lo que se quieren las hermanas normales y corrientes, ya que yo puedo amarte con el Corazón de nuestro Esposo celestial».[215] Un tiempo después dijo a Maurice Bellière: «¡Cómo me gustaría hacerle comprender la ternura del Corazón de Jesús y lo que él espera de usted!».[216]
Integridad y armonía
Hermanas y hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que es, en definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la reparación implica el deseo de «compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa»[217], el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto ocurre si se va más allá del mero “consuelo” a Cristo del cual hablamos en el capítulo anterior, y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo.
Las renuncias y sufrimientos que exijan estos actos de amor al prójimo nos unen a la pasión de Cristo, y padeciendo con Cristo en «aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos».[218] Sólo Cristo salva con su entrega en la Cruz por nosotros, sólo él redime, porque hay «un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos» (1 Tm 2,5-6). La reparación que ofrecemos es una participación que aceptamos libremente en su amor redentor y en su único sacrificio. Así completamos en nuestra carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y es el mismo Cristo quien prolonga a través de nosotros los efectos de su entrega total por amor.
Muchas veces los sufrimientos tienen que ver con el propio ego herido, pero es precisamente la humildad del Corazón de Cristo la que nos indica el camino del abajamiento. Dios ha querido llegar a nosotros anonadándose, empequeñeciéndose. Ya lo enseña el Antiguo Testamento a través de distintas metáforas que muestran a un Dios que entra en las pequeñeces de la historia y se deja rechazar por su pueblo. Su amor se entremezcla en la vida cotidiana del pueblo amado y se vuelve mendigo de una respuesta, como pidiendo permiso para mostrar su gloria. Por otra parte, «quizá una sola vez el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: “mansedumbre y humildad”. Como si quisiera decir que sólo por este camino quiere conquistar al hombre».[219] Cuando Cristo dijo: «aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29) nos indicó que «para expresarse necesita nuestra pequeñez, nuestro abajamiento».[220]
En lo que hemos dicho es importante advertir distintos aspectos inseparables, porque esas acciones de amor al prójimo, con todas las renuncias, negaciones de uno mismo, sufrimientos y cansancios que impliquen, cumplen esta función cuando están alimentadas por la caridad del mismo Cristo. Él nos permite amar como él amó y así él mismo ama y sirve a través de nosotros. Si por una parte él parece empequeñecerse, anonadarse, ya que ha querido mostrar su amor por medio de nuestros gestos, por otra parte, en las más sencillas obras de misericordia, su Corazón es glorificado y manifiesta toda su grandeza. Un corazón humano que hace espacio al amor de Cristo a través de la confianza total y le permite expandirse en la propia vida con su fuego, se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a todos. Así Cristo sacia su sed y difunde gloriosamente en nosotros y a través de nosotros las llamas de su ardiente ternura. Advirtamos la hermosa armonía que hay en todo esto.
Finalmente, para comprender esta devoción en toda su riqueza, es necesario agregar, retomando lo que hemos dicho sobre su dimensión trinitaria, que la reparación de Cristo como ser humano se ofrece al Padre por obra del Espíritu Santo en nosotros. Por lo tanto, nuestra reparación al Corazón de Cristo en último término se dirige al Padre, que se complace en vernos unidos a Cristo cuando nos ofrecemos por él, con él y en él.
Enamorar al mundo
La propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos. ¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales? Seamos sinceros y leamos la Palabra de Dios en toda su integralidad. Pero por esta misma razón decimos que tampoco se trata de una promoción social vacía de significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle. Por eso necesitamos culminar este capítulo recordando la dimensión misionera de nuestro amor al Corazón de Cristo.
San Juan Pablo II, además de hablar de la dimensión social de la devoción al Corazón de Cristo, se refirió a «la reparación, que es cooperación apostólica a la salvación del mundo».[221] Del mismo modo, la consagración al Corazón de Cristo «se ha de poner en relación con la acción misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino».[222] Por consiguiente, a través de los cristianos «el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad».[223]
La prolongación de las llamas de amor del Corazón de Cristo ocurre también en la tarea misionera de la Iglesia, que lleva el anuncio del amor de Dios manifestado en Cristo. Lo enseñaba muy bien san Vicente de Paúl cuando invitaba a sus discípulos a pedir al Señor «ese corazón, ese corazón que nos hace ir a cualquier parte, ese corazón del Hijo de Dios, el corazón de nuestro Señor, que nos dispone a ir como él iría […] y nos envía a nosotros como a ellos [los apóstoles], para llevar a todas partes su fuego».[224]
San Pablo VI, dirigiéndose a las congregaciones que propagaban la devoción al Sagrado Corazón, recordaba que «el ardor pastoral y misionero se inflama principalmente en los sacerdotes y en los fieles, para trabajar por la gloria divina, cuando mirando el ejemplo de aquella inmensa caridad que nos mostró Cristo, consagran todo su esfuerzo a comunicar a todos los inagotables tesoros de Cristo».[225] A la luz del Sagrado Corazón la misión se convierte en una cuestión de amor, y el mayor riesgo en esa misión es que se digan y se hagan muchas cosas pero no se logre provocar el feliz encuentro con ese amor de Cristo que abraza y que salva.
La misión, entendida desde la perspectiva de la irradiación del amor del Corazón de Cristo, exige misioneros enamorados, que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida. Entonces les duele perder el tiempo discutiendo cuestiones secundarias o imponiendo verdades y normas, porque su mayor preocupación es comunicar lo que ellos viven y, sobre todo, que los demás puedan percibir la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres intentos. ¿No es lo que ocurre con cualquier enamorado? Vale la pena tomar como ejemplo aquellas palabras con las que Dante Alighieri, enamorado, procuraba expresar esta lógica:
Hablar de Cristo, con el testimonio o la palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para quererlo, ese es el mayor deseo de un misionero de alma. No hay proselitismo en esta dinámica de amor, son las palabras del enamorado que no molestan, que no imponen, que no obligan, sólo mueven a los otros a preguntarse cómo es posible tal amor. Con el máximo respeto ante la libertad y la dignidad del otro, el enamorado sencillamente espera que le permitan narrar esa amistad que le llena la vida.
Cristo te pide que, sin descuidar la prudencia y el respeto, no tengas vergüenza de reconocer tu amistad con él. Te pide que te atrevas a contar a los otros que te hace bien haberlo encontrado: «Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo» (Mt 10,32). Pero para el corazón amante no es una obligación, es una necesidad difícil de contener: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16); «había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9).
En comunión de servicio
No se debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús. Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá enfriando. Nunca se debería olvidar este secreto. El amor a los hermanos de la propia comunidad —religiosa, parroquial, diocesana, etc.— es como un combustible que alimenta nuestra relación de amigos con Jesús. Los actos de amor a los hermanos de comunidad pueden ser el mejor o, a veces, el único modo posible de expresar ante los demás el amor de Jesucristo. Lo decía el mismo Señor: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35).
Es un amor que se vuelve servicio comunitario. No me canso de recordar que Jesús lo dijo con gran claridad: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). Él te propone que lo encuentres también allí, en cada hermano y en cada hermana, especialmente en los más pobres, despreciados y abandonados de la sociedad. ¡Qué hermoso encuentro!
Por lo tanto, si nos dedicamos a ayudar a alguien eso no significa que nos olvidemos de Jesús. Al contrario, lo encontramos a él de otra manera. Y cuando intentamos levantar y curar a alguien, Jesús está ahí codo a codo con nosotros. De hecho, es bueno recordar que cuando envió a sus discípulos a la misión «el Señor los asistía» (Mc 16,20). Él está allí, trabajando, luchando y haciendo el bien con nosotros. De un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a través de nuestro servicio, él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a veces no puede tener palabras.
Él te envía a derramar el bien y te impulsa por dentro. Para eso te llama con una vocación de servicio: harás el bien como médico, como madre, como docente, como sacerdote. Donde sea podrás sentir que él te llama y te envía a vivir esa misión en la tierra. Él mismo nos dice: «Yo los envío» (Lc 10,3). Esto es parte de la amistad con él. Por eso, para que esa amistad madure, hace falta que te dejes enviar por él a cumplir una misión en este mundo, con confianza, con generosidad, con libertad, sin miedos. Si te encierras en tus comodidades eso no te dará seguridad, siempre aparecerán temores, tristezas, angustias. Quien no cumple su misión en esta tierra no puede ser feliz, se frustra. Entonces mejor déjate enviar, déjate conducir por él adonde él quiera. No olvides que él va contigo. No es que te lanza al abismo y te deja abandonado a tus propias fuerzas. Él te impulsa y va contigo. Él lo prometió y lo cumple: «Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
De alguna manera tienes que ser misionero, como lo fueron los apóstoles de Jesús y los primeros discípulos, que salieron a anunciar el amor de Dios, salieron a contar que Cristo está vivo y que vale la pena conocerlo. Santa Teresa del Niño Jesús lo vivía como parte inseparable de su ofrenda al Amor misericordioso: «Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas».[227] Esa también es tu misión. Cada uno la cumple a su modo, y tú verás cómo podrás ser misionero. Jesús se lo merece. Si te atreves, él te iluminará. Él te acompañará y te fortalecerá, y vivirás una valiosa experiencia que te hará mucho bien. No importa si puedes ver algún resultado, eso déjaselo al Señor que trabaja en lo secreto de los corazones, pero no dejes de vivir la alegría de intentar comunicar el amor de Cristo a los demás.
CONCLUSIÓN
Lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.
Hoy todo se compra y se paga, y parece que la propia sensación de dignidad depende de cosas que se consiguen con el poder del dinero. Sólo nos urge acumular, consumir y distraernos, presos de un sistema degradante que no nos permite mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas. El amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso y sólo él puede liberarnos de esa fiebre donde ya no hay lugar para un amor gratuito. Él es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente.
La Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades. De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva.
Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 24 de octubre del año 2024, décimo segundo de mi Pontificado.
[1] Buena parte de las reflexiones de este primer capítulo se han dejado inspirar por escritos inéditos del sacerdote Diego Fares, S.I., que el Señor lo tenga en su santa gloria.
[5]Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (14 octubre 2016): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (21 octubre 2016), p. 9.
[6] S. Juan Pablo II, Ángelus (2 julio 2000): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (7 julio 2000), p. 1.
[7] Íd., Catequesis (8 junio 1994): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[23] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita (2 abril 2024), 8: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (12 abril 2024), p. 7.
[30] León XIII, Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[31]Ibíd.: «Inest in Sacro Corde symbolum atque expressa imago infinitae Iesu Christi caritatis».
[32]Ángelus (9 junio 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 junio 2013), p. 4.
[33] Se comprende así por qué la Iglesia haya prohibido que se coloquen sobre el altar representaciones del solo corazón de Jesús o de María (cf. Respuesta de la S. Congregación de Ritos al sacerdote Charles Lecoq, P.S.S., 5 abril 1879: Decreta Authentica Congregationis Sacrorum Rituum ex actis ejusdem Collecta, vol. 3, n. 3492, Ex typographia polyglotta S. C. de Propaganda Fide, Roma 1900, 107-108). Fuera de la Liturgia, “para la devoción privada” (ibíd.) puede utilizarse el simbolismo de un corazón como expresión didáctica, figura estética o “emblema” que invita a pensar en el amor de Cristo, pero se corre el riesgo de tomar el corazón como objeto de adoración o de diálogo espiritual separadamente de la persona de Cristo. El 31 de marzo de 1887 la Congregación dio otra respuesta semejante (ibíd., n. 3673, 187).
[34] Conc. Ecum. de Trento, Ses. XXV, Decreto Mandat Sancta Synodus (3 diciembre 1563): DH, 1823.
[35] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 259.
[53] «No hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y a quien nosotros estamos destinados» (1 Co 8,6). «A Dios, nuestro Padre, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4,20). «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3).
[54] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 49: AAS 87 (1995), 35.
[56] «Que el mundo sepa que yo amo al Padre» (Jn 14,31). «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30). «¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?» (Jn 14,10).
[57] «Voy al Padre» (pros ton Patéra: Jn 16,28). «Yo vuelvo a ti» (pros se: Jn 17,11).
[61]Ángelus (23 junio 2002): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (28 junio 2002), p. 1.
[62] S. Juan Pablo II, Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 7.
[63] Íd., Ángelus (8 junio 1986), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (15 junio 1986), pp. 1 y 4.
[64]Homilía, Visita al Policlínico Gemelli y a la Facultad de Medicina de la Università Cattolica del Sacro Cuore (27 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 julio 2014), p. 11.
[67] Cf. Ef 1,3.4.6.7.11.13.15; 2,10.13.21.22; 3,6.11.21.
[68]Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 6.
[69] «Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen expresa de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos incita a devolverle amor por amor, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo […]. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: Es el Corazón sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres». León XIII, Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649, 651.
[70] «En este faustísimo signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia?». Pío XI, Carta enc. Miserentissimus Redemptor (8 mayo 1928), 3: AAS 20 (1928), 167.
[71] «Es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. […] En él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. […] Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos». Pío XII, Carta enc. Haurietis aquas (15 mayo 1956), 2, 24, 26: AAS 48 (1956), 311, 336, 340.
[72]Catequesis (8 junio 1994), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 junio 1994), p. 3.
[73]Ángelus (1 junio 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 junio 2008), p. 1.
[76] «El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe […]. Una revelación privada […] es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla». Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini (30 septiembre 2010), 14: AAS 102 (2010), 696.
[84]Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[85]Acta de los mártires de Lyon, en Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, libro 5, c. 1, 22, BAC, Madrid 2008, 272.
[86] Rufino, libro 5, c. 1, 22: GCS 9/1, Eusebius, II, 1, 411.
[98]S. Gertrudis de Helfta, en Revelaciones de Santa Gertrudis la Magna, virgen de la Orden de San Benito, Monasterio de Santo Domingo de Silos, Burgos 1932, 415.
[99] Léon Dehon, Directoire spirituel des prêtres du Sacré Cœur de Jésus, II, cap. VII, n. 141, Anciens Etablissement Splichal, Turnhout 1936.
[100]El Diálogo, 75, en Obras de Santa Catalina de Siena, BAC, Madrid 1996, 183.
[101] Cf. Por ejemplo: Angelus Walz, De veneratione divini cordis Iesu in Ordine Praedicatorum, Pontificium Institutum Angelicum, Roma 1937.
[102] Rafael García Herreros, San Juan Eudes, Imprenta Olivieres y Domínguez, Bogotá 1943, 42.
[103]Carta a santa Juana Francisca de Chantal (24 abril 1610), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 14, Cartas, vol. 4, Monastère de la Visitation, Annecy 1906, 289.
[104]Sermónen el segundo domingo de Cuaresma (20 febrero 1622), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 10, Sermones, vol. 4, Niérat, Annecy 1898, 243-244.
[105]Carta a santa Juana Francisca de Chantal (31 mayo 1612), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 15, Cartas, vol. 5, Monastère de la Visitation, Annecy 1908, 221.
[106]Carta a Marie Aimée de Blonay (18 febrero 1618), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 18, Cartas, vol. 8, Monastère de la Visitation, Annecy 1912, 170-171.
[107]Carta a santa Juana Francisca de Chantal (fines de noviembre 1609), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 14, 214.
[109]Entretenimientos espirituales 12. Sobre la sencillez y la prudencia religiosas, en Œuvres de Saint François de Sales, t. 6, Niérat, Annecy 1895, 217.
[110]Carta a santa Juana Francisca de Chantal (10 junio 1611), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 15, 63.
[111] S. Margarita María Alacoque, Autobiografía, c. IV, El Mensajero, Bilbao 1890, 106-107.
[114] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Normaspara proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales (17 mayo 2024), Presentación – Motivos para la nueva redacción de las Normas; I, A, 12.
[116] S. Margarita María Alacoque, Carta 110, A la Hermana de la Barge, Moulins (22 octubre 1689), en Vida y Obras completas, El Mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao 1948, 400.
[119] S. Claudio de La Colombière, Acto de confianza, en Escritos Espirituales del beato Claudio de La Colombière, S.J., Mensajero, Bilbao 1979, 110.
[120]Ibíd., Ejercicios espirituales en Londres (1-8 febrero 1677), 11, Devoción al Sagrado Corazón, 103-104.
[121]Ibíd., Ejercicios espirituales en Lyon (oct.-nov. 1674), Tercera Semana, 2, Prendimiento de Jesucristo, 71.
[122] Cf. Carta a Madame de Bondy (27 abril 1897), en Écrits spirituels, De Gigord, París 1923, 79.
[123]Carta a Madame de Bondy (15 abril 1901), en Lettres à Madame de Bondy. De la Trappe à Tamanrasset, Desclée de Brouwer, París 1966, 83. Cf. ibíd. (abril 1909), 180: «Por ti conocí las exposiciones del Santísimo, las bendiciones y el Sagrado Corazón».
[124]Carta a Madame de Bondy (7 abril 1890), en Lettres à Madame de Bondy, 30.
[125]Carta al abate Huvelin (27 junio 1892), en C. Foucauld – H. Huvelin, Correspondance inédite, Desclée de Brouwer, Tournai 1957, 22.
[131]Poesía 23, Al Sagrado Corazón de Jesús (21 junio u octubre 1895), 679-680.
[132]Cta 247, Al abate Bellière (21 junio 1897), 601.
[133]Últimas conversaciones. Cuaderno amarillo (11 julio 1897), 833.
[134]Cta 197, A sor María del Sagrado Corazón (17 septiembre 1896), 554-555. Esto no significa que santa Teresa del Niño Jesús no ofreciera sacrificios, dolores, angustias como un modo de asociarse al sufrimiento de Cristo, pero cuando quería ir al fondo se preocupaba por no dar a estos ofrecimientos una importancia que no tienen.
[145] XXIII Congregación General de la Compañía de Jesús, Decreto 46, 1: Institutum Societatis Iesu, 2, Florencia 1893, 511.
[146]En Él solo… la esperanza, Secretariado General del Apostolado de la Oración, Roma 1982, 180.
[147]Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[148]Conferencias a los Misioneros. La pobreza, 55 (13 agosto 1655), en S. Vicente de Paúl, Obras completas, t. 11/3, Sígueme, Salamanca 1974, 156.
[149]Conferencias a las Hijas de la Caridad. Mortificación, correspondencia, comidas, salidas (Reglas comunes, arts. 24-27), 89 (9 diciembre 1657), t. 9/2, 974.
[150] S. Daniel Comboni, Carta pastoral para la Consagración del Vicariato al Sagrado Corazón, El-Obeid (1 agosto 1873), en Escritos, 515 (485), 3324.
[151] Cf. Homilía durante la Santa Misa de canonización (18 mayo 2003): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (23 mayo 2003), p. 5.
[152] Carta enc. Dives in misericordia (30 noviembre 1980), 13: aas 72 (1980), 1219.
[153]Catequesis (20 junio 1979): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 junio 1979), p. 3.
[154] Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, Regla de Vida.Constituciones y Directorio General, Roma 1988, 3.
[155] Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús (Sociedad del Sagrado Corazón), Constituciones 1982, 7.
[157] Cuando se ejercita la fe, referida a Cristo, el alma accede no sólo a unos recuerdos, sino a la realidad de su vida divina (cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 2, ad 2; q. 4, a. 1).
[165] Carta enc. Annum Sacrum (25 mayo 1899): ASS 31 (1898-99), 649.
[166] Juliano, Carta a Arsacio, sumo sacerdote de Galacia, Antioquía (invierno de 362-363): Boletín del Instituto de Estudios Helénicos, 5 (1971), p. 94.
[168] Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración Dignitas infinita (2 abril 2024), 19: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (12 abril 2024), p. 9.
[169] Cf. Benedicto XVI, Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, con motivo del 50° aniversario de la encíclica Haurietis aquas (15 mayo 2006): AAS 98 (2006), 461.
[179]Sermón 20, 4, en S. Bernardo, Obras completas, II, 122.
[180]Introducción a la vida devota, III, c. 35, en Obras selectas, BAC, Madrid 2010, 186-187.
[181]Sermón en el domingo XVII después de Pentecostés (30 septiembre 1618), en Œuvres de Saint François de Sales, t. 9, Sermones, vol. 3, Niérat, Annecy 1897, 200-201.
[182]Retiro hecho en Nazaret del 5 al 15 de noviembre de 1897. Jesús en su pasión, en Escritos espirituales, Studium, Madrid 1964, 58.
[183] Desde el 19 de marzo de 1902 todas sus cartas están encabezadas con las palabras Iesus Caritas, separadas por un corazón coronado por una cruz.
[184]Carta al abate Huvelin (15 julio 1904), en C. Foucauld – H. Huvelin, Correspondance inédite, 211.
[185]Carta a dom Martin (25 enero 1903), en Cahiers Charles de Foucauld, vol. 2, 154.
[186] Anexo VI en René Voillaume, Les fraternités du Père de Foucauld, Cerf, París 1946, 173.
[187]Méditations des saints Évangiles sur les passages relatifs à quinze vertus (Nazaret 1897-1898), Charité 77 (Mt 20,28), en C. Foucauld, Aux plus petits de mes frères, Nouvelle Cité, París 1973, 82.
[189]Quelques directeurs d’âmes au XVII siècle, Libraire Victor Lecoffre J. Gabalda, París 1911, 97.
[190]Conferencias a las Hijas de la Caridad. Servicio de los enfermos, cuidado de la propia salud (Reglas comunes, arts. 12-16), 85 (11 noviembre 1657), t. 9/2, 917.
[191]Reglas comunes de la Congregación de la Misión, c. 2, 6 (17 mayo 1658), t. 10, 470.
[192]Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús, Paray-le-Monial (5 octubre 1986): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 octubre 1986), p. 4.
[193] S. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia (2 diciembre 1984), 16: AAS 77 (1985), 215.
[194] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 36: AAS 80 (1988), 561-562.
[198]Discurso a los participantes del Coloquio internacional “Réparer l´irréparable”, en el 350 aniversario de las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial (4 mayo 2024): L’Osservatore Romano (4 mayo 2024), p. 12.
[200]Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (6 marzo 2018): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (16 marzo 2018), p. 10.
[201]Discurso a los participantes del Coloquio internacional “Réparer l´irréparable”, en el 350 aniversario de las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial (4 mayo 2024): L’Osservatore Romano (4 mayo 2024), p. 12.
[202]Homilía en la Misa Crismal (28 marzo 2024): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 marzo 2024), p. 5.
[219] S. Juan Pablo II, Catequesis (20 junio 1979): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 junio 1979), p. 3.
[220]Homilía durante la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (27 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 julio 2014), p. 10.
[221]Mensaje con motivo del centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada por León XIII, Varsovia (11 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 6.
[223]Carta a Mons. Louis-Marie Billé, Arzobispo de Lyon, con motivo de la peregrinación a Paray-le-Monial (4 junio 1999): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 julio 1999), p. 7.
[224]Conferencias. Repetición de la oración (22 agosto 1655), 58, t. 11/3, 190.
[225] Carta Diserti interpretes (25 mayo 1965), 4, en Francisco Cerro Chaves y Víctor Castaño Moraga [eds.], Encíclicas y Documentos de los Papas sobre el Corazón de Jesús, Monte Carmelo, Burgos 2009, 141.
Es probable que en unos meses regrese a Cuba. Ya hice todos los trámites necesarios que exige el gobierno comunista. He ido seis veces, la última fue en 2019, cuando todavía no habían cambiado las leyes migratorias que esta vez me afectan a mí y a todos los que nos fuimos de Cuba en la década del 60. Hasta ahora nos exigían viajar con el pasaporte estadounidense. Pero ahora el que cuenta es el pasaporte cubano con el que salí de mi país. Siempre lo he guardado como algo valioso identitariamente, sentimentalmente. Me fui de Cuba hace 62 años. Todo ese tiempo he anhelado volver. Continuar mi vida allá, en mi país, ser y estar de donde soy. Lo he intentado dos veces, pero no ha podido ser. Quizá esta vez lo logre. Con esa idea dándome algunas vueltas en la cabeza voy. Consciente, muy consciente de que no suceda y de que, si decido mudarme para Cuba y el gobierno me «concede el permiso» –soy ciudadana cubana– esa decisión podría ser un inmenso error que podría pagar con la vida. Dispuesta estoy a darla con tal de vivir mis últimos años en Cuba y allí morir, donde nací.
En el largo tiempo que he sobrevivido en la diáspora –he residido en Nueva York, Nueva Jersey, Boston, Houston, San Juan, Santiago de Chile, Madrid y Miami– mi deseo de regresar a vivir para siempre en mi tierra natal no ha disminuido. Es un anhelo latente, un sueño imposible, hasta ahora.
Sé muy bien que no es normal este sentimiento que me define, o mi actitud ante la vida que me tocó vivir habiendo salido rumbo al exilio siendo una niña. Por Dios, lo razonable, lo normal es que me hubiera integrado, diluido, incorporado plenamente a esta nueva cultura, la estadounidense, donde he vivido la mayor parte de mi vida, a la que llegué siendo una inocente escolar de 13 años. Tengo 76 y estoy jubilada después de toda una existencia intensamente dedicada al periodismo. He tenido una experiencia universitaria y profesional muy satisfactorias. Pero no he sido feliz. Por varias razones, una vital es sentirme extranjera, que no pertenezco. Amar apasionadamente una nación, la tuya, a la cual sólo puedes ir de visita por corto tiempo y regresar a ese espacio donde habitas que llaman exilio. Para mí la felicidad hubiera sido nunca vivir exiliada. Concibo que la verdadera dicha se funda viviendo a plenitud en el país donde naciste y te criaste hasta llegar una edad, como fue mi caso, en que ya se ha formado tu identidad, perteneces raigalmente a una cultura, a una nación y los símbolos patrios son innatos a tu ser, son los signos que te dan tu identidad.
He residido siempre en un país democrático, la libertad es mi seña de identidad. La valoro extraordinariamente, la amo. No me imagino lo que sería vivir en un estado totalitario, en una autocracia, careciendo de la libertad con las que nace todo ser humano, lo que le otorga la dignidad de persona que le da Dios al nacer.
¿Qué hacer? Pasar los años que me quedan de vida aquí, sintiéndome segura con todos los recursos y comodidades que tengo? Buenos médicos, un seguro de salud excelente, medicamentos para mis variados padecimientos crónicos? Hasta ahora mi vida de jubilada me satisface en lo material e intelectual. Leo mucho, puedo comprar los libros que quiero y leerlos placenteramente durante las horas que quiera. Excelentes fuentes de streaming para ver lo mejor del cine o de series de TV fascinantes. Buena alimentación, paseos si me placen y así hasta que llegue la muerte. Estoy en ese umbral, que puede ser un poco más estrecho o amplio. Hablo de tiempo: tres años, seis o menos. Cuando mi Creador lo decida.
O abordar un avión y en estas circunstancias permanentes de fragilidad y algunos padecimientos crónicos (asma, artritis severa, ansiedad, depresión, con una válvula del corazón «moderadamente problemática», dolor ante el recurrente recuerdo de mis muertos, es decir, por la pérdida –algunas muy recientes– de mis seres más queridos. En estas condiciones, repito, regresar a Cuba con el proyecto de vida –cierto, muy tarde se cumpliría–
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Del libro Los heraldos negros (1918), de César Vallejo.
Elegí la imagen intrigante de esta mujer y al instante en mi memoria surgió, como de un mar profundo, la poesía de César Vallejo, que descubre el rostro oculto bajo sus manos. ¿Hay lágrimas en sus ojos? ¿Hay sollozos? Quizá el sufrimiento es tan hondo que no puede, eso sucede.
Como cada persona, sé lo que es sufrir. Pero no creo que haya pasado un tiempo tan doloroso y caótico como estos últimos tres años. Me es imposible contar los grandes pormenores y las partes que conformaron el todo que causó otro golpe y otro y otro, como si una sorpresiva maldad se hubiera confabulado para destrozarme. Y lo logró.
Murió mi hermana súbitamente de un ataque al corazón; murió una prima muy querida, tan impedida y frágil, que ya tenía que moverse en una silla de ruedas por su casa. Me cuenta otro familiar con quien ella hablaba mucho en Cuba, que le pedía que se quedara en el teléfono con ella hablando hasta que le diera sueño, tenía mucho miedo. Varias veces se cayó de la silla de ruedas y se quedaba en el piso largo rato hasta que arrastrándose alcanzaba el teléfono. Murió mi primo más querido, con quién más tiempo primordial compartí y fui feliz desde que ambos, en años muy cercanos, salimos al exilio: yo en 1962, él en 1961. Vivíamos ambos en Nueva York, la ciudad y la época que más he amado fuera de Cuba. Fue nuestro escenario por años, nuestro terreno, nuestra seducción llena de magia, en el que entregamos lo mejor de nuestra adolescencia y juventud.
Murió una amiga muy cercana de muchos años. Cuando estaba con ella llenaba los momentos de alegría, de conversaciones íntimas que nos hacían bien en nuestro caminar distante y a la vez cercano por la vida. Enfermó de Alzheimer una excompañera de estudios universitarios que para mí era de una inteligencia y un talento prodigiosos. Una de las mejores poetas y ensayistas que he conocido. Su casa era una fabulosa biblioteca.
Un día, no hace mucho, supe que había arrojado gran parte de sus libros para la calle. Había botado a la basura lo que formaba parte integral de su vida, eje de su saber, de su memoria portentosa. La hermana tuvo que entrar a la fuerza en la casa, porque se había encerrado y no dejaba entrar a nadie. La encontró en condiciones «infrahumanas», me dijo. Devastada ante lo que vio, logró internarla en un asilo de personas con demencia. La llamé hace un semana después de pensarlo mucho, ¿debía hacerlo? ¿Podría conversar algo con ella? Al fin lo hice. Le dije quién era –habíamos compartido estudios, diálogos, aprendizajes, amistad por varios años en la Universidad–, la saludé con mucho cariño, le dije que quería saber de ella, ¿cómo se sentía? Silencio del otro lado, hasta que al poco rato oí la voz de una empleada del lugar diciéndome que le había dado el teléfono sin decir nada, y se fue caminando.
Parece que lo pasado en tan poco tiempo creó en mí una crisis que de pronto mostró su rostro monstruoso. Una no es invencible.
De esto que voy a hablar ahora hace como dos meses o quizá algo más. Sucedió intempestivamente. Llegó una tristeza inmensa, un sentimiento conocido por mí, pero no el que hizo su entrada en ese momento, en ese día. No fue la culminación de un proceso, creo que más bien fue un signo de la desesperación tan absoluta a la que había llegado. Una mañana me tiré en el piso y con la cabeza sobre la cama sollozando mientras algo se destrozaba dentro de mí, como si nada pudiera contener un deshacimiento que sentía unido al fuerte deseo de morirme. Nunca lo había anhelado tanto. Lo repetí varias veces desesperada, quería morirme, se lo pedí a Dios. Una amiga me acompañaba, me colocó la mano en el hombro, sabía que no habían palabras para el consuelo.
Creo que fue a partir de esa experiencia que cayó en mi pecho algo muy pesado que me ahogaba, a la vez que una sombra lo empezó a cubrir todo. Mi mirada, mi pensamiento, mi imaginación estaban siempre oscuras. Yo no comprendía lo que me estaba pasando, y me causaba desasosiego. Estaba en terreno desconocido.
Una madrugada me desperté asustada porque apenas podía respirar, me faltaba el aire y por más esfuerzo que hacía sentía que no me entraba oxígeno en los pulmones. Me levanté. Caminé por la casa, hice café. La asfixia me duró un poco más de tiempo, hasta que desapareció después de intentar y casi lograr meditar. Es una práctica que me hace mucho bien desde hace tiempo. Medito todas las mañanas cuando me despierto, pero ahora eran las 2:30 am. El resto de la noche la dediqué a un silencio que se tornó apacible y me alivió.
Fue al día siguiente que supe que lo que estaba padeciendo y que se manifestaba de esa manera era una “depresión mayor”, como le llaman clínicamente. Fue la primera vez que la sufría, y me dio mucho miedo, no quisiera volver a pasar por eso.
El tema del sufrimiento como misterio –así recuerdo haberlo visto definido por primera vez por el papa Juan Pablo II– siempre me ha interesado.
Soy católica. Creo en la infinita misericordia de Dios, en su amor incondicional. En que es la bondad misma. Creo que Dios me dio la vida y que será él o ella quien le dé fin. Me dio un tiempo determinado aquí en la Tierra por alguna causa, quizá yo la desconozca todavía, pero la estoy llevando a cabo. La vida es una prueba, y como dice San Pablo ya muy cerca de su muerte: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe» (Segunda carta de San Pablo a Timoteo, 4:2). En otras palabras, terminar la carrera victorioso, haber peleado «la buena batalla» y ganar, no es otra cosa que mantener la fe hasta la muerte. No es fácil. La duda forma parte inherente de la fe, la he tenido, sobre todo cuando vienen golpes arrasadores como estos:. La muerte de mi madre, la huida al exilio, el desarraigo de una diáspora bajo toda apariencia infinita, el fracaso de una relación amorosa hermosa, su fin. Las despedidas.
Entre mis investigaciones, tratando de hallar una respuesta, un alivio, alguna comprensión del sufrimiento no he encontrado nada racional que satisfaga siquiera algo. En efecto, es un misterio que sólo Dios nos puede revelar, ayudar a seguir viviendo a pesar del aniquilamiento, de nuestra muerte en vida. Porque se siente una muerte interior que revive únicamente -es mi caso- con la oración, la fe en Dios, la lectura de la Biblia, de magníficos libros de espiritualidad y el persistente anhelo de la resurrección en el Paraíso.
¿Quién, habiendo leído el Evangelio, no sabe que Cristo considera suyo todo el sufrimiento humano? —Orígenes, Sobre la oración 11.2
Si Cristo sufre con nosotros, y es una de las razones por la que Dios se hizo humano, para solidarizarse con nuestro dolor y darnos la esperanza de la vida eterna, y mostrarnos el rostro visible del Dios invisible, enseñarnos que Dios es Amor, que estamos salvados, que la vida es una lucha, una prueba a perder o ganar, dependiendo del amor que demos en esta vida. Si es así, y para la mujer y el hombre de fe cristiana lo es, entonces se puede seguir viviendo después de golpes como estos. Se puede tener esperanza en un mundo mejor.
Creo en Dios, pero humildemente le pido que aumente mi fe.
El arte funciona como máscara, según la antropología lo ha detectado tanto en nuestro pasado “primitivo” como en nuestro presente atribulado por el miedo de descubrir el rostro. La máscara ha regresado a su papel ritual que incluye el gesto de protección contra el mal.
Los invito a leer el blog Bodegón con teclado. Arte, literatura, etc. editado y en gran parte escrito por mi excompañera de estudios universitarios Liliana Ramos Collado. Así lo describe ella: «De entre todos los géneros pictóricos, prefiero el bodegón. A la mesa va a parar siempre toda la cultura de una sociedad: el orden de sentada de los comensales, el orden en que la comida es servida, el orden en que aparecen los objetos y los alimentos alineados en la mesa, el orden o el desorden de la escena, la mezcla de lo vivo y lo muerto, lo comestible y lo indigesto, lo humilde y lo exótico, todo se encuentra cercano a la punta de nuestros dedos, en una cálida cercanía y accesibilidad. Sea el bodegón vanidoso de los holandeses, sea el bodegón austero de un monje como Juan Sánchez Cotán, sea el nuevo bodegón heteróclito de David LaChapelle, todos coinciden en invitarnos a esa mirada rastrera que suscitan las cosas cotidianas. Así quiero que sea este “bodegón con teclado”: heterogéneo, inepto para una digestión fácil debido a lo variado del menú, próximo al flatus, inquieto y pormenorizado, erudito y a la vez rústico. Que siempre, sobre esta mesa digital, cada cual encuentre lo que le resulte apetecible o aquello que en su extrañeza le dé deseo —y a la vez, miedo— de probar. —Lilliana Ramos Collado, editora»
Y así como deseaba que fuera su blog, así logró hacerlo: a la perfección. Leer a Liliana era una aventura seductora. De súbito te veías siendo adentrada por ella con magistral acierto en temas culturales del más variado género, que te dejaban fascinada por el descubrimiento, el conocimiento asombroso que te esperaba, por la novedad desempacada ante tus ojos sobre algo que antes ignorabas o conocías sólo en parte. Y es que ella, mujer de vastísima cultura, sabía cómo hacerte descubrir elementos que creías conocer, pero no sabías y te asombran, a la vez le daba giros inesperados, contextos muy antiguos o novísimos a una manifestación profunda, enriquecedora a ese motivo, sin hablar de su lenguaje, su palabra escrita, la exacta o la sugerente. Ella enriquecía esa expresión artística para dejar el efecto que quería en ti. Leer un texto de Liliana es un placer perdurable.
Fuimos compañeras de estudios cuando cursábamos la Maestría en Literatura Comparada en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico a finales de los 70, principio de los 80. Época irrepetible por maravillosa y signante.
Conocí a Liliana en una clase de literatura en la que la noté sólo porque nos sentábamos casi frente a frente en el aula. Pero a medida que pasaron los días me impresionó la inteligencia de aquella muchacha expuesta en sus audaces preguntas o comentarios dirigidos a la profesora pero también a todos nosotros, por supuesto.
Solíamos encontrarnos en los pasillos o escaleras de la facultad, leyendo en algún banco, usualmente cerca del teatro. Área preciosa, llena de árboles cuyas ramas inquietas danzaban lentas al darles la brisa. Nos reconocimos como homosexuales desde los primeros días de clase y ése fue el sello del reconocimiento mutuo, además de nuestro mutuo interés en nuestro pensamiento y conocimiento sobre materias compartidas. Fueron años felices hechos de lecturas, debates, aprendizaje, algunas expectativas que no se hicieron realidad, pero existían, crecían, se alejaban y todo permanecía igual. Yo tenía compañera, ella también. Ni ella ni yo las amábamos, lo que se dice amar. Pero Liliana y yo nos dejamos de ver por un tiempo. Me fui a España por uno meses, perdí el interés en la academia, mi deseo era entonces vivir en Europa. Pero no conseguí un buen trabajo y a los seis o siete meses regresé a San Juan, era 1978. Nos volvimos a encontrar Liliana y yo. Terminamos los cursos posgrados y el examen de Maestría.
En 1981 vine para Miami. Regresé a San Juan en 1999, y me la encontré sentada leyendo en la librería que en nuestra época estudiantil amábamos: La Tertulia. Hablamos poco, pero no escondimos el agrado de volver a vernos. Nunca más nos volvimos a ver.
Sola, silenciosa, absorta en la lectura. Sentía que era ése uno de los filamentos fundamentales que nos vinculaba, que nos unía identitariamente y aunque lejano, sentimentalmente. Lo que nos hacía de una misma fibra humana: la pasión por la lectura.
Y aquí nos encontrábamos de pronto, ella en su país, como un pez en el agua, sumergida en su cultura, sus tradiciones, sus símbolos y costumbres, su habla, su paisaje, su historia. Y se hallaba como nunca encantada en la vida académica. Yo, habiéndolo dejado todo atrás en Miami, estaba por unos meses de paso en Puerto Rico rumbo a Chile para después, que se cumpliera la indescriptible e inmensa ilusión de regresar a vivir para siempre en Cuba siendo miembro de una congregación religiosa. Anunciar que había llegado el Reino de Dios, propagar la Buena Nueva del Evangelio en mi país deshecho, descristianizado, ¿no era suficiente razón para sentirse feliz? Lo era.
¡Que transformaciones tan insospechadas y poderosas se dan en una persona en su búsqueda incesante de sentido, de razón de ser!
En pocos años supe que Liliana había cambiado la enseñanza de la literatura por la de arquitectura. No tuve la oportunidad ni el tiempo de hacerle la pregunta que estoy convencida tendría una magnífica respuesta: ¿Qué hizo que girara tan radicalmente su gusto, su dedicación en la enseñanza universitria? De las letras a la arquitectura. ¿De las palabras a la piedra, el vidrio, el concreto, la madera, el plástico, los metales, la cerámica? ¿Que consecuencia tuvo en ella una mirada u observación repentina, qué metáfora, imagen, epifanía? ¿Qué inmenso descubrimiento caló su visión interior, que le hizo ver la belleza espléndida, misteriosa de la arquitectura? ¿Que relación íntima tiene con la literatura? La diferencia entre ambas formas de arte es aparente. A ambas las une una visión estética fascinante. Tiene que ver con ocupar el espacio en blanco con belleza.
¿Quién fue Liliana Ramos Collado? ¿Qué hizo, qué legado ha dejado en su país, además de la incomprensión, el desprecio, la calumnia de algunos de sus coterráneos? No me cuestra trabajo alguno imaginar a un machista envidioso por los triunfos, los puestos no obtenidos por la tramoya y la maroma profesional, sino ganados por su talento y conocimiento, sí, un machista puertorriqueño haciendo trizas su reputación, tratando de destruirla, porque no sólo er mujer, ¡era gay! Tratemos de ignorar estas zancadillas que tantas encontramos en nuestro camino. El talento no se perdona.
Pero volvamos a preguntar: ¿Quién es Liliana Ramos Collado? Quiero de nuevo que sea ella misma la que se describa, la que diga lo que hace. Que se presente. Después hablaré yo muy poco, sobre ella.
Lilliana Ramos-Collado, Ph.D. (Puerto Rico, 1954) es una persona feliz.
Además, es poeta y ensayista, y Catedrática en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico —donde dicta cursos de teoría e historia de la arquitectura, y de cultura visual. Fue Curadora del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico por muchos años y, hasta finales de 2014, fue Directora Ejecutiva del Instituto de Cultura Puertorriqueña.
Obtuvo grados de maestría en Literatura Comparada y en Traducción (1996, 1998) y un doctorado en Literatura Española con especialización en literatura medieval (2003), todos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Obtuvo también un postdoctorado en estudios patrimoniales y herencia cultural en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (2008).
Ha publicado los poemarios proemas para despabilar cándidos (Premio Revista Sin Nombre 1976; Editorial Reintegro: 1981), reróticas (Libros Nómadas: 1998), Últimos poemas de la rosa. Ejercicios de amor y de crueldad (Editorial Erizo, 2013), y una segunda edición aumentada de Últimos poemas de la rosa. Ejercicios de amor y de crueldad (Trabalis Editores, 2015). Se acaba de editar una segunda edición de reróticas (Trabalis Editores, 2016) al cuidado de la poeta Mayda Colón. El poemario poemas gulembos, publicado en octubre de 2016 bajo el sello de Ediciones Aguadulce, es su entrega más reciente. Se encuentra en proceso de diseño el poemario Wee Hours, a cargo de la artista gráfica Yolanda Fundora, y será su primer poemario escrito en inglés.
Otros libros recientes de Lilliana son Jean-Michel Basquiat: una antología para Puerto Rico (MAPR, 2006), Inés María Mendoza: En sus propias palabras (FLMM, 2008); Arnaldo Roche Rabell: Azul (en colaboración, MAC, 2009), Careos/Relevos: 25 años del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico (MAC, 2010), Largo saber, breve palabra: citas y pensamientos de Inés María Mendoza (en colaboración, FLMM, 2010), NosOtros: David LaChapelle’s Humanity on the Edge (MAC, 2011), una edición crítica y comentada de la novela Garduña, de Manuel Zeno Gandía (EDUPR,2010), figurasenfuga/richardpagán (MAC, 2012), Puerto Rico: Puerta al Paisaje (MAC, 2016), Caracol Tormenta Ola / The Shell The Storm The Rose: Consuelo Gotay (MAFO 2016), y prepara para el 2019 la colección de ensayos Patrimonio Urbanismo Arquitectura y la colección de artículos sobre literatura La patria en ruinas. Siete visitas a la catástrofe.
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Lilliana también ha publicado artículos de comentario cultural, de crítica y teoría literarias, de fotografía, arte y arquitectura en catálogos, libros colectivos, y en revistas generales y profesionales, la mayoría de cuyos artículos han sido re-publicados en este blog, Bodegón con Teclado. Dirigió la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, y editó su Revista. Codirigió la revista Reintegro de las Artes y la Cultura y también Nómada: teoría creación crítica. Fue editora senior de la revista ArtPremium. Además, co-edita —junto a Fernando Feliú Matilla— una serie de novelas naturalistas puertorriqueñas de finales del siglo XIX y principios del XX, agrupadas en la colección «Clásicos no tan Clásicos» de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico (EDUPR). Ya se han publicado siete de estas obras, cada una en edición crítica y anotada.
Además, Lilliana es columnista de las revistas digitales:
Al presente produce y es anfitriona del programa radial Los5sentidos, que sale al aire por Radio Universidad de Puerto Rico todos los jueves a las 3:00 pm. Si lo quieres escuchar a la hora de la transmisión, puedes sintonizarlo vía el siguiente enlace : http://www.radiouniversidad.pr, y, bajo el menú «Escucha», pulsa «Descargar».
Nada de esto existe ya. Liliana no ha muerto, sigue viva pero en otra dimensión tristísima de la realidad. ¿Que realidad será la que empezó poco a poco a apoderarse de la mente ilustrada al máximo, mente ee un genial escritora e insaciable lectura?
Repentinamente supe, a medida que el horror me invadía, el horror y un dolor tan hondo que me dejó sin habla, sin poder comprender nada, que algo había pasado con mi excompañera de estudios inmensamente admirada por mí. A pesar de nuestra separación, yo vivía en Miami, ella en San Juan, solía visitar a veces su página en Facebook. Verá aquí el lector que toké de esa red social algunas fotos que publico aquí. Su magníico blog era de lectura casi obligada par mí, una obligación que me daba mucho placer.
Para averiguar sobre ella fui a su página de Facebook y a su blog. En efecto, hacía tiempo que no publicaba nada. Sin embargo en la Universidad de Puerto Rico, al indagar en Google aparecía como activa dando clases en la Escuela de Arquitectura y haciendo su programa de radio Los5sentidos. En ninguno de los lugares que entré se decía que ella había dejado de trabajar, no se informaba en lo absoluto sobre su estado, lo que le había pasado.
Seguí buscando en Google: vídeos de conferencia que ella había dado, ensayos de ella en distintas publicaciones, reseñas de ella sobre libros de otras, reseña sobre su nuevo libro, sus columnas en El Nuevo Día, el mejor periódico de Puerto Rico sin duda. Nada, nada sobre la desaparición de Liliana, pero sí observé que las fechas de todo lo publicado eran de antes de 2021. Hasta que se se abrió ante mis ojos este reportaje de la cadena de televisión puertorriqueña WAPA:
Cito sólo algunos párrafos de una de las lecturas que más me han impresionado en mi vida:
«Gran parte de la valiosa colección de libros que conformó la biblioteca personal de la doctora Lilliana Ramos Collado estuvo a punto de perderse, así lo constataron varias publicaciones en redes sociales el año pasado.
«Afortunadamente, gracias a la iniciativa de varias organizaciones culturales pudo ser rescatada y está ahora disponible para el público en varias instituciones públicas del país… éstas decidieron tomar acción cuando el pasado 29 de julio de 2023 trascendió que la importante colección de la Dra. Ramos Collado había sido abandonada frente a su hogar y corría el riesgo de perderse.
«Conscientes del inmenso valor de los libros que la profesora reunió a lo largo de los años, representantes de las citadas instituciones, junto a familiares y amigos, se presentaron el pasado 31 de julio de 2023, en la residencia de quien fue directora del Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP), catedrática de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras y curadora del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. (MAC). Juntos, trabajaron para recuperar los ejemplares y llevarlos a un almacén privado. Posteriormente, se llevó a cabo durante seis meses el proceso de clasificación de los libros, que fueron fumigados para evitar la presencia de plagas que pudieran dañarlos.
«El 90% de la colección, equivalente a 350 cajas con sobre 9,500 volúmenes quedó a salvo. La misma incluye libros históricos/raros de diversos temas tales como poesía, literatura, historia, cultura general, religión, estudios de género, ciencias, teatro, arte y arquitectura.
“Nos sentimos sumamente satisfechos del trabajo colaborativo que llevamos a cabo para rescatar tan importante colección de nuestra amiga, la doctora Lilliana Ramos Collado. Desde el primer día que supimos sobre el peligro que corría dicha colección, nos movilizamos y comenzamos a sumar colaboradores, quienes han sido clave en el proceso. Gracias a este esfuerzo colectivo es que hoy podemos decir que gran parte del acervo cultural de la doctora Ramos Collado ahora estará disponible para la referencia del público a través de diversas instituciones, museos y bibliotecas del país”, expresó Marianne Ramírez Aponte, presidenta de la Junta de Directores de la Alianza de Museos de Puerto Rico, miembro de la Junta de Gobierno del CENCOR y directora ejecutiva y curadora en jefe del MAC.
«La sobrina de Ramos Collado, Gretchka Pujols, agradeció a todas las entidades que colaboraron en este esfuerzo, muy en especial al MAC y al CENCOR, toda vez que expresó su satisfacción porque la colección de su tía se mantenga al alcance de un público amplio. “Estos libros, a través de los cursos y discursos de mi tía Lilliana fueron fundamentales en la formación de muchas mentes destacadas del Puerto Rico actual. Nos alegra saber que la biblioteca seguirá siendo accesible a diversas colecciones en toda la isla, continuando así el legado de proporcionar sabiduría a futuras generaciones”, manifestó.
Observe que en el reportaje no se menciona nada de por qué había sucedido este caos. Nada de lo que le había pasado a Liliana: si estaba enferma, si había muerto. ¿Que periodismo es éste? Seguí indagando. Nada de lo que quería saber encontraba. Fue como si se hubiera firmado un pacto entre la prensa, las instituciones culturales, gubernamentales par no decir qué habí pasdo con Liliana.
Decidí llamar por teléfono a la actual directora del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, Marianne Ramírez Aponte, muy cercana por muchos años a Liliana, quien había sido antes que ella, la directora de ese museo. Le expliqué quién era, le pregunté por la escritora, casi rógandole. Me respondió con evasivas, no pude saber nada tampoco. Entonces se me ocurrió buscar en Facebook el perfil de la hermana de Liliana, que buscando supe que se llama Karen Karen. Le envié un mensaje de texto. Después de presentarme y explicarle el motivo de mi llamada, ésta fue parte de su respuesta:
«Mi hermana tiene Alzheimer y ya casi ni habla. Aún después de 2 años de haberla recluido sigue siendo muy fuerte para mí. Es desgarrador ver cómo una mente tan brillante y hermosa se va apagando y lo más triste es que ella lo sabe. Lo de su biblioteca fue algo muy duro, pero ella durante la pandemia se enclaustró en la casa y ahí se desató el infierno. Ella no permitía a nadie, ni a mí. Cuando me hice paso a la tremenda la encontré en condiciones infrahumanas, alimentándose mal, sus libros, fuera de los estantes, estaban en gran medida infestados de polilla y comején. Logré sacar muchos libros sanos y la decana de arquitectura se llevó más de 15 cajas. No me atreví donar los que quedaron por las condiciones en que estaban, no tenía los recursos para fumigarlos, pero sobre todo no me atreví a ofrecer libros que pondrían en peligro cualquier otra biblioteca. Nadie sabe lo que pasa y no tengo por qué dar explicaciones a gente que no conozco así que decidí ni contestar, yo sé cómo está y dónde está. Hasta le preparé una biblioteca en su aposento con escritorio, estante con sus favoritos, su butaca de lectura y una de sus obras, pero ya se apaga. No importa lo que pueda decirte. Buen día y gracias por preguntar, es un gusto».
Leyendo su mensaje, empecé a llorar. No podía, no podía creer aquello, y era cierto todo.
Ella me contestó:
«También estoy llorando, cada vez que alguien bonito pregunta por ella y me puedo sincerar es como volver al día uno. Ella ahora es mi niña. Está en Hacienda Paraíso en Toa Alta, me la traje cerca. Sí, me reconoce aún y sabe que cada vez que voy es para salir a pasear y se pone contenta.
«Puedes buscarlo en FB para que veas qué bonito lugar. Tiene un cuarto privado, como se merece».
Karen Karen.
¿Quién arrojó los libros de Liliana para la calle, frente a su casa? Sé que cuando a una persona le diagnostican Alzheimer u otro tipo de demencia, ya ha empezado a padecer de la enfermedad por más de uno o dos años, incluso mostrando síntomas. Como he leído muchos de sus posts en Facebook, calculo que ya estaba padeciéndela desde 2018 o 2019. Dice su hermana que cuando llegó la plaga del Covid en 2020, ella se encerró y no permitió que nadie entrara a su casa. Sin embargo ese año siguió publicando en Facebook. No hablaré del estilo o de lo que escribía. Noté diferencias, aunque siempre con expresiones bromistas y cómicas como para igualarse en su compartir con amigas y amigos de es red social y no parecer una gran intelectual que buscaba compartir con amigos cosas de interés sin mucha altura literaria, filosófica y tal.
Daba la sensación de sentirse feliz, siempre al parecer muy contenta o entretenida con los proyectos que hacía en su casa, de esos proyectos u otros entretenimientos, o de sus libros, que eran su vida, sacaba selfies. Selfies de ella, de la biblioteca infinita, ella escribiendo, taladrando algo, entre las plantas en su jardín, le encantaba retratar los zapatos que llevaba puestos, sus lápices y plumas favoritos, su gato amado, de nombre Poe, en honor a Edgar Allan Poe. No dejó de demostrar su alegría con el gatito, sus juegos, y sin duda, cómo se querían. Creo que en la terrible soledad en que vivía, rodeada de todo lo que amaba, menos del gran amor en su vida, que no conocí ni supe quién era, fue muy importante sentirse acompañada de sí misma, y dejarse ver incesantemente en Facebook, red social que sin duda utilizaba muy bien, de ahí los selfies. En esta última etapa de cordura de Liliana, creo que dio y recibió amor a raudales celebrándose a sí misma, diríamos a lo Walt Whitman, en su casa grandiosa. Su casa era ella, la concha, el espejo que la envolvía con sus objetos preferidos, con sus inmensas pasiones. Era la lectora, la escritora espléndida, sublime que fue. Una de las mejores escritoras no sólo de Puerto Rico, sino de América Latina. Recomiendo con intensidad su obra poética. Obras maestras.
Le agradezco tanto a Karen Karen que haya hecho posible que yo haya podido saber de Liliana. Sí, ha sido terrible, devastador para mí este conocimiento, tanto, que no intentaré describir la huella helada, como de muerte que ha dejado en mí para siempre.
Diré algo que está fundado en mi intuición y un misterioso conocimiento interior que tengo sobre la persona de Liliana. Fue una mujer que amó mucho, y ese amor que la hizo inmensamente feliz fracasó. Se separaron. La última foto que coloco de ella aquí, en el Bistro París, no es un selfie, y ella misma lo dice, quiere que quede claro, pero no es necesario para el que saber ver. Como la inmensa mayoría de las fotos que se hizo dentro de su casa – de ella misma, de sus libros, etc. –, ésta se la tomó quien estaba sentada frente a ella. La sonrisa y la mirada me convencen que son las de una mujer enamorada e inmensamente feliz. No sé si la fecha en que la publica corresponde con el día o la noche en que le sonreía la vida. Puede haber sido una foto de hacía años.
La foto anterior a esta es de un artículo publicado en el periódico The Guardian. Se titula Contacto perdido. Cómo un año sin abrazos puede afectar su salud mental.
Saber lo que he sabido de Liliana me ha afectado inmensamente. Desde que conversamos su hermana y yo, desde que sé de la monstruosa enfermedad que padece me he hecho mil preguntas. No he hallado respuestas. O sí, quizá es una respuesta lo que a veces me viene a la mente. Tiene que ver con el conocimiento, la escritura, los escritores, la razón de ser, la vida, la vejez, la muerte. El amor. Y para mí, la fe en Dios, algo que no garantiza en lo absoluto que algún día no padeceré del mismo mal.
Me imagino a esta mujer derrotada botando sus libros, sus manuscritos, sus publicaciones. ¿En estado de furia lo hizo? Probablemente. Pero que conste, ignoro por completo qué se movió dentro de ella, si algo racional, algún rayo de lucidez la impulsó, o fue la enfermedad que ya había consumido su cerebro.
Aquí reside Liliana Ramos Collado hoy, en el Hogar Hacienda Paraíso.
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viernes, junio 28, 2013
Paradojas de la rosa
¡Rosa, oh pura contradicción, gozo de ser sueño de Nadie debajo de tantos párpados! —Epitafio de Rainer Maria Rilke
quisiera morir herida por la espina de una rosa dormir absorta en la molicie de sus párpados que mi corazón ensartado en la fronda hirsuta de la rosa pudiera seguir amándola por el placer que suscita ese dolor que arrecia apenas ante el abismo de su belleza (fragmento)
Últimos poemas de la rosa. Ejercicios de amor y de crueldad, de Liliana Ramos Collado
(Tomado del blog Boreales, de Yolanda Arroyo Pizarro).
Alguno ensayos publicados en el blog Bodegón con teclado:
Es domingo, 14 de julio de 2024. Estoy en el hospital South Miami, junto a mi amiga Rosa María García Sarduy, «Nenita». Prima hermana del escritor cubano Severo Sarduy. Cuando Severo estuvo en Miami por última vez, ya enfermo de Sida, Nenita estaba tan feliz de tenerlo a su lado por unos días. la alegría brillaba en sus ojos. Su diversión y compromiso era llevarlo a distintos lugares de Miami y conocer los «santuarios» del exilio cubano. Como ella, él era nativo del legendario Camagüey, en el que vivieron una infancia larga y dichosa que se iba definiendo por el mismo camino al que ambos fueron orientados: la homosexualidad.
Mi incondicional compañera desde la década del 70 en que nos conocimos en San Juan y a quien creí casi inmortal. Tal vitalidad dejó de existir esta noche de un fatal derrame cerebral. Se cumplió su deseo, lo que más le temía, lo único, me dijo, que le pedía a Dios a medida que se aceleraba el vértigo del tiempo y veía una tras otra a otras amigas irse: que no le diera un derrame u otro evento cerebral que la dejara viva, pero sin poder hablar o mover solo una parte del cuerpo, quizá desfigurada la cara, esas horrendas huellas que deja en una persona un stroke. Dios la complació. Después de varios ataques isquémicos transitorios que le empezaron el viernes en la noche y le continuaron el sábado (en total no tuvo más de dos o tres, pero son muy impresionantes) hasta que al amanecer del domingo llegó el monstruo que la dejó inerte, no volvió a cobrar la conciencia, en unas horas murió.
Noches antes en su casa me había enseñado la foto de una de sus amigas del grupo con quienes jugaba cartas las tardes de martes y jueves. Era una mujer relativamente joven, mirando hacia el frente sentada en una butaca. Me dijo que le había dado un derrame cerebral y no podía moverse ni hablar desde hacía meses. Nenita estaba sumamente impresionada con contecimiento que acabó con la vida de su amiga de años.
Aquellas tardes en que se reunían ls amigas con gusto para pasar juntas y lo mejor que se podía alegres las últimas tardes en compañía, horas que eran preludio del final de cada una de sus vidas, se habían convertido en un compromiso casi sagrado para Nenita. Nunca faltaba, y eran tardes que la animaban a seguir asistiendo y compartiendo sus últimos momentos depaso por este mundo. Ellas lo sabían, sin que eso, aparentemente, disminuyera el gozo de las tardes, los chistes, la competencia suspicaz del juego. Todo lo contrario, se divertían, se acompañaban, a medida que las mesas iban quedando vacías. Otra más que se iba. Pasaba el momento de tristeza, el velorio, el entierro, la despedida y de nuevo, decididas otra tarde a jugar otra partida.
El resto de ese grupo particular de señoras a quien se unió porque tantas de sus más íntimas y queridas de largos años habían muerto, e insistía siempre con una sonrisa o riéndose con ganas, en que había que divertirse, nada de encerrarse en la casa como una vieja insoportable.
Mi amiga fue siempre una mujer vivaz, entusiasta, que se animaba con gran facilidad – siempre me asombraba– a ir a una obra de teatro, una exposición de arte, algún evento cultural de los crecientes que iban naciendo en la metrópolis fulgurant en que se ha transformado esta ciudad, otrora llamada desierto o cementerio cultural y era cierto. Pero no, el Miami actual de Nenita había que sorberlo completo, y no se lo iba a perder, a pesar de su larga edad.
A medida que una persona cuple más años en la vejez, más sola se va quedando, muchos se le adelantan en el viaje, mientras ella espera la llegada de su tren cada vez más cercano, o inminente, y lo sabemos.
La mañana de ese domingo de su muerte, me senté un rato a su lado, tomándole su mano en la mía, mientras le miraba el rostro. Tenía una máscara de oxígeno, los ojos cerrados, permanecía inconsciente desde la madrugada, cuando le había llegado el golpe último y mayor
A su lado, dándole todo lo mejor de sí en ayuda, cariño, atenciones diarias cada vez más necesarias estaba Nazira Salmán, cubana de ascendencia palestina que la amó entrañablemente. Se habían conocido hacía dos años y medio antes, en casa de una mujer que gusta mucho de celebrar tertulias, ofrecer cenas y lugar de encuentro cultural en wu casa, su nombre es Alejandra Cosío del Pino. Fue una noche afortunada par ambas. Así comenzó una amistad cercana, inseparable que se estrechó y se hizo imprescindible en la vida de ambas.
Unas noches antes, el 22 de junio, nos habíamos reunido en casa de Nenita para celebrar su cumpleaños. Fue un noche festiva, escuchamos música, hablamos, Nazira cantó, como siempre precioso. Saboreamos una combinación de tapas y suculentos platos y vinos españoles exquisitos. Nenita era de ascendencia asturiana, había vivido años en Madrid y después en Nueva York, donde montó galerías de arte que en poco tiempo se hicieron famosas y la hicieron, sin duda, felicísima. Era su pasión.
Cuando decidió mudarse para acá, su casa de Coral Gables se convirtió más que en una galería en un museo de obras de arte cubanas. Era un placer estar con ella allí, en su mundo, rodeada de todo lo que amaba, ¡y cómo amaba la vida y el arte!
Nenita, Nenita, te llevas contigo tu joie de vivre que yo nunca tuve ni tendré. Quizá fue por eso que me sentí siempre tan a gusto a tu lado desde que te conocí, hasta que fuimos estrechando el vínculo de una verdadera amistad, sincera, transparente. Y pude ver que junto a ese júbilo genuino también habitaba algo muy valioso que no está tan a la vista: tu nobleza, tu responsabilidad, tu compasión demostrada en actos de bondad hacia la otra, el otro. Y el cariño entre ambas fue creciendo y ahondándose. Ése no se fue contigo, amiga mía, permanece y permanecerá.
Pero el Pentágono se niega a revelar que fue Vladimir Putin quien dio la orden de los neuroataques contra el personal estadounidense que causó la enfermedad cerebral conocida como el Síndrome de La Habana. Hacerlo conllevaría declararlo como un «acto de guerra». Esta es la cognición humana como un dominio emergente de la guerra.
Agentes de inteligencia militar rusos viajaron a ciudades donde los diplomáticos estadounidenses pronto desarrollaron el «síndrome de La Habana». Así se desprende de una investigación conjunta de The Insider, 60 Minutes y Der Spiegel.
Uno de los mejores y más confiables programas de investigación noticiosa en Estados Unidos es 60 Minutes, que transmite la cadena CBS todos los domingos a las 7 p.m. Anoche, 31 de marzo de 2024, una de las investigaciones –y la gran revelación que nos despertó a esta realidad hasta ahora ocultada o tergiversada– trató sobre el llamado Síndrome de La Habana, en el que más de 1,500 diplomáticos y otros empleados del Departamento de Estado, agentes de la CIA y del FBI fueron atacados en 96 países con armas electromagnéticas muy eficaces en dañar cerebralmente a sus objetivos. El caso ha sido ampliamente estudiado por varias agencias y organizaciones científicas, de armamentos y médicas para determinar qué y quién pudo haber causado este terrible e incurable daño a estadounidenses en Cuba y otros 95 países.
Pero ahora salió a la luz la investigación que han llevado a cabo durante un año tres medios de prensa importantísimos:
60 Minutes, el programa de televisión más exitoso de la historia. Ofreciendo contundentes informes de investigación, entrevistas, segmentos destacados y perfiles de personas en las noticias. La transmisión comenzó en 1968 y sigue siendo un éxito, más de 50 temporadas después, ubicándose regularmente en el Top 10 de Nielsen. (Principal agencia medidora de audiencia en Estados Unidos) The Insider, un medio de comunicación independiente centrado en Rusia. La publicación está totalmente comprometidos con el periodismo de investigación y con la desacreditación de las noticias falsas. Ha declarado sy orgullo por su creciente reconocimiento, habiendo recibido, entre muchos otros, el Premio a la Innovación del Consejo de Europa, el Premio de la Prensa Europea y el Premio Free Media. Der Spiegel, (en alemán, El Espejo) es la mayor revista semanal de Europa y la más importante de Alemania. Publicada en Hamburgo, tiene una difusión semanal de un millón de ejemplares. Es conocida en Alemania por su estilo distintivo y académico, así como por su increíble influencia. Una edición media tiene unas 170 páginas.
En el excepcional 60 Minutes de anoche supimos mucho de lo que el gobierno de Estados Unidos buscaba sin dejar lugar a cualquier duda razonable, pero al hallarlo decidió ocultar al culpable. Veremos por qué ha sido la prensa libre, una vez más, la que nos muestra la verdad de lo que el Estado, dictatorial siempre, o a veces democrático, nos trata de ocultar.
Estos ataques se originaron antes que en Cuba unos dos años previos en Alemania y Ucrania, después continuaron o en el mismo período de tiempo se continuó atacando a ciudadanos estadounidenses en La Habana y varias ciudades del mundo, teniendo el mismo efecto cerebralmente devastador en las personas. Los blancos de los disparos siempre son los estadounidenses que trabajan en embajadas u otras organizaciones de EE. UU. internacionalmente. También ha habido personal de la Casa Blanca, en Washington, heridos con estas armas.
El agresor y único culpable es Rusia y lo lleva a cabo a través de sus agentes secretos ubicados en los países donde se va a atacar, siempre con éxito. 60 Minutes da los nombres de los agentes, algunos de los cuales después desaparecen. Estos espías son expertos en realizar labores de eliminación o hacerle daño a las personas que Rusia considera enemigos. Por ejemplo dos de los que trabajaron con estas armas de ultrasonidos, microondas, o sencillamente armas sónicas fueron los mismos que envenenaron hace años al ahora asesinado opositor político de Putin, Alexei Navalny.
Aunque no fue parte del programa, como soy cubana y me interesa mucho uno de los resultados que ha tenido en mi país el Síndrome de La Habana, señalo que el ex presidente Donald Trump, en su obsesivo afán de ganar los votos de los cubanoamericanos en la Florida, culpó directamente a Cuba de estos ataques y paso seguido congeló las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba que habían empezado a dar frutos positivos al abrir ambos países embajadas mutuas en Washington y La Habana. Esto ayudó en muchos aspectos positivos a las empresas y negociantes cubanos del pueblo, no del régimen, a prosperar y empoderarse, algo que los capitalistas de Estado comunista le cogieron pavor. Fidel Castro confesó después de ver el discurso de Obama en la televisión cubana que por poco le da un ataque al corazón. Los poderosos de la cúpula comunista sí lo llevaron a cabo con los MYPIMES y se han hecho ricos. Al establecer muchos más medios de contactos entre cubanoamericanos y cubanos residentes en la isla y ampliando considerablemente los medios para que esto sucediera, Obama hubiera logrado que ese contacto e intercambio ayudara considerablemente el logro de un gobierno democrático en la isla.
Las nuevas medidas paralizantes de Trump le han hecho un daño enorme a la lucha por la libertad y la democracia en Cuba que Obama inició muy inteligentemente, como dije. Tanto, que el ala más conservadora del régimen comunista cubano no se quejó en lo absoluto, muy al contrario halló muy favorable para su permanencia en el poder la vuelta a la Guerra Fría reiniciada por Trump. Biden, por su parte, en lugar de eliminar por completo la movida trumpista, parece que apenas le ha hecho caso a Cuba y la mayor parte de las medidas las dejó intactas.
Pero sucede algo muy curioso y preocupante al más alto grado. El Pentágono sabe cosas sobre este asunto que ha decidido mantener como secreto de Estado y no solo no lo va a hacer público, tampoco ha acusado ni se espera que acuse a Rusia de estos ataques porque, según uno de los agentes entrevistados, muy conocedor del tema que ha trabajado y trabaja en esta investigación, sería declararlo «un acto de guerra», lo que llevaría a Estados Unidos a declararle la guerra a Rusia. Y Putin parece que la quiere, nuclear. Esto nos aclara y confirma la desfachatez y seguridad que tiene en sí mismo Vladimir Putin al intervenir en las elecciones y la política de este país sin temor a que se tomen represalias armamentistas contra Rusia, solo se le siguen imponiendo sanciones que, como hemos podido comprobar, casi de nada sirven.
La pregunta que se hizo en el programa y que decididamente no se ha respondido ni responde es: ¿Ha ganado Rusia una guerra iniciada contra Estados Unidos por medio de estas armas sónicas que hieren y en gran parte mutilan el cerebro de ciudadanos estadounidenses selectamente elegidos? Porque hay algo sumamente importante en todo este espionaje: que los diplomáticos, agentes secretos o empleados del Departamento de Estado que se han atacado son catalogados como los que mejor, más delicada y compleja obra desempeñan en sus distintas funciones. Es decir, los hombres y mujeres estadounidenses más capacitados e inteligentes son los targets o blancos, no son personas de bajo rango o que no se destaquen por su buen trabajo para el gobierno de Estados Unidos.
El Havana Syndrome es una enfermedad cerebral a la que 60 Minutes le ha dedicado cuatro programas durante cinco años en su ardua investigación. Pero siempre para los productores y directores de los programas la búsqueda de la verdad quedaba inconclusa. Durante los primeros años en verdad se desconocía mucho sobre estas nuevas y extrañas agresiones a diplomáticos estadounidenses que resultaron neurológicamente graves. Con el tiempo se supo que el gobierno empezó a falsamente minimizar el daño infligido a los heridos. También se fue desviado la atención hacia un caos casi imposible de resolver, desinformándolos sobre qué país era el que dirigía y estaba detrás de esta guerra.
Pero al fin tenemos la información completa y verídica de que es Rusia quien la inició y sus agentes disparan con la intención de incapacitar o hacerle daño grave al cerebro de ciudadanos selectos de su máximo enemigo: Estados Unidos.
Dónde encontrar más información actual y valiosa sobre El síndrome de La Habana:
Hoy comienza la gran semana litúrgica que nos conduce a la Pascua, la muerte y resurrección del Señor, centro de nuestra fe cristiana. La Semana Santa, pues, es un tiempo de profundas vivencias religiosas; el misterio del Dios «entregado por nosotros» y la fuerza de su resurrección, como se expresaba San Pablo, nos convocan ante la Cruz que es el triunfo del amor sobre el odio, la esperanza frente a toda desesperación.
El evangelio de la entrada en Jerusalén, con la procesión de la comunidad y los ramos, debe servir para inaugurar la gran semana del cristianismo. Toda la “tradición” y hermosura de los ramos y palmas, no obstante, nos invita a introducirnos en aquella experiencia de ir a Jerusalén que el profeta de Galilea no podía eludir. Jesús, sin duda, ya sabía lo que le esperaba: el juicio, la condena y la muerte. Todo eso se ha representado y se representa estéticamente muchas veces, pero en torno a aquella Pascua del año 30 no había nada teatral, sino la dura realidad de “alguien” que sabe lo que quiere. Jesús no se deja ilusionar por los gritos de “Hosanna”, porque no se sentía Mesías, y menos como algunos lo interpretaron. Estas aclamaciones justificarían más su juicio y su condena ante los poderosos que estaban esperando que llegara el profeta de Galilea a Jerusalén. Y llegó…
Iª Lectura: Isaías (50,4-7): El siervo de Yavé
La lectura primera es uno de los cantos del siervo de Yahvé, el tercero. ¿Cuál es su mensaje?: nos abre a la ignominia de este mundo violento, cruel, frente a la fuerza de la mansedumbre del discípulo, del siervo de Dios, porque en su «pasión» Dios siempre estará con él. Es una lectura muy adecuada de preparación a la proclamación de la pasión del domingo de Ramos, ya que fueron los primeros cristianos los que descubrieron en estos cantos que el Mesías habría de sufrir si quería que su propuesta de salvación tuviera fuerza.
IIª Lectura: Filipenses: (2,6-11): El Himno de Jesús
El himno de la carta a los Filipenses, segunda lectura de la liturgia de la Palabra, pone de manifiesto la fuerza de la fe con que los primeros cristianos cantaban en la liturgia y que Pablo recoge para las generaciones futuras como evangelio vivo del proceso de Dios, de Cristo, el Hijo. El que quiso compartir con nosotros la vida; es más, que quiso llegar más allá de nuestra propia debilidad, hasta la debilidad de la muerte en cruz (añadiría Pablo), que es la muerte más escandalosa de la historia de la humanidad, para que quedara patente que nuestro Dios, al acompañarnos, no lo hace estéticamente, sino radicalmente. No es hoy el día de profundizar en este texto inaudito de Pablo. La Pasión de Marcos debe servir de referencia de cómo el Hijo llegó hasta el final: la muerte en la cruz.
Evangelio: Marcos (14-15): Pasión según San Marcos
III.1. Hoy la lectura de la Pasión según san Marcos debe ser valorada en su justa medida. La lectura, en sí, debe ser “evangelio” mismo y nosotros, como las primeras comunidades para las que se escribió, debemos poner los cinco sentidos y personalizarla. La pasión según San Marcos es el relato más primitivo que tenemos de los evangelios, aunque no quiere decir que antes no hubiera otras tradiciones de las que él se ha valido. Debemos saber que no podemos explicar el texto de la Pasión en una “homilía”, sino que debemos invitar a todos para que cada uno se sienta protagonista de este hermoso relato y considere dónde podía estar él presente, en qué personaje, cómo hubiera actuado en ese caso. Precisamente porque es un relato que ha nacido, casi con toda seguridad, para la liturgia, es la liturgia el momento adecuado para experimentar su fuerza teológica y espiritual
III.2. No es, pues, el momento de entrar en profundidades históricas y exegéticas sobre este relato, sobre el que se podían decir muchas cosas. Desde el primer momento, en los vv. 1-2 nos vamos a encontrar con los personajes protagonistas. El marco es las fiestas de Pascua que se estaban preparando en Jerusalén (faltaban dos días) y los sumos sacerdotes no querían que Jesús muriera durante la “fiesta”, tenía que ser antes; el relato, no obstante, arreglará las cosas para que todo ocurra en la gran fiesta de la Pascua de los judíos ¡nada más y nada menos! Los responsables, dice el texto, “buscaban cómo arrestar a Jesús para darle muerte!. Era lo lógico, porque era un profeta que iba muy por libre. Era un profeta que estaba en las manos de Dios. Esto era lo que no soportaban.
III.3. Pero si queremos organizar nuestra preparación, tanto a nivel personal como catequético y pastoral para una lectura previa, pausada y reflexiva del relato de la Pasión de Marcos, aquí van algunas pautas que pueden resultar “orientativas”:
Mc estructura el relato de la pasión y muerte de Jesús con un tríptico introductorio (14,1-11), seguido de dos relatos en paralelo, situados el mismo día (14,12), que le sirven para mostrar la misma realidad bajo dos aspectos diferentes. En el primer relato (14,12-26) se expone en clave teológica la voluntariedad y el sentido de la entrega de Jesús (eucaristía); en el segundo (14,17-15,47) describe su entrega en forma narrativa.
El tríptico introductorio está enmarcado por la decisión de los dirigentes de dar muerte a Jesús (14,1-2) y la traición de Judas (14,10-11); en medio se encuentra la escena de la unción en Betania (14,3-9). Esta última presenta las dos actitudes dentro de la comunidad de Jesús ante su muerte inminente. La primera, reflejada en la mujer que unge la cabeza de Jesús, corresponde a la de los verdaderos seguidores, a los que están dispuestos, como Jesús, a entregarse por entero a los demás, a aceptar como rey a Jesús crucificado; la segunda, representada por los que protestan de la acción de la mujer, corresponde a los que ven en la muerte sólo un fracaso, a lo que están dispuestos a dar cosas, pero no su persona, a los que no comprenden que la verdadera ayuda a los pobres está en la entrega por ellos hasta el fin.
El primer relato de la pasión (14,12-26), en clave teológica, forma también un tríptico, enmarcado por la preparación de la última cena (14,12-16) y la eucaristía (14,22-26); en el centro, la denuncia del traidor (14,17-21), en contraste con la figura de la mujer que unge la cabeza de Jesús (14,3-9). Este primer relato expresa la voluntariedad de la entrega y muerte de Jesús. Al ofrecer a los discípulos «su cuerpo» (= su persona), los invita a tomarlo a él y a su actividad como norma de vida; él mismo les dará la fuerza suficiente para ello (pan/alimento). Al darles a beber «su sangre», expresión de su entrega total, los invita a comprometerse, como él, en la salvación y liberación de los hombres, sin regateos y sin miedo a la muerte. El relato termina encaminándose todos hacia el Monte de los Olivos, símbolo del estado glorioso (cfr. 11,1; 13,3) que constituye la meta de Jesús y de todos cuantos lo sigan en el compromiso.
El segundo relato de la pasión (14,27-15,47), en forma narrativa, se compone de un tríptico inicial (14,27-52) y tres secciones: el juicio ante el Consejo Judío (14,53-72), el juicio ante Pilato (15,1-21), y la ejecución de la sentencia (15,22-47).
El tríptico inicial consta: a) 14,27-31: predicción de la huida de los discípulos y anuncio de la negación de Pedro, b) 14,32-42: llegada a Getsemaní; oración de Jesús e insolidaridad y distanciamiento de los discípulos; Jesús desea un final diferente, pero acepta desde el principio lo que el Padre decida; el Padre no puede impedir su final porque su amor al hombre no fuerza la libertad humana, c) 14,43-50: prendimiento de Jesús y defección de todos los discípulos; hay un intento de defender a Jesús con la violencia, que él rechaza tajantemente; la detención de Jesús muestra la mala conciencia de las autoridades judías, que no se han atrevido a apresarlo en público. El tríptico termina con un colofón (14,51-52), mediante el cual, en el momento de comenzar la pasión, Mc señala simbólicamente su desenlace; el joven, en paralelo con el que aparece en el sepulcro (16,5), es figura de Jesús mismo: hecho prisionero, deja en manos de sus enemigos su vida mortal («la sábana», cfr. 15,46), pero sigue vivo y libre («huyó desnudo»).
La primera sección (14,50-72) describe el juicio de Jesús ante el Consejo judío y consta de las siguientes partes:
14,53: Reunión del Consejo, autoridad suprema del pueblo.
14,54: Pedro sigue «de lejos» a Jesús, mostrando así su adhesión a él, pero no la disposición a hacer suyo el destino de Jesús.
4,55-64: Juicio de Jesús; búsqueda inútil de una acusación que justifique la condena a muerte preconcebida; silencio de Jesús ante la mala fe; pregunta decisiva del sumo sacerdote, formulada en correspondencia al título del Evangelio (cfr. 1,1: Mesías, Hijo de Dios); Jesús declara ser ese Mesías, afirma su realeza y condición divina y anuncia una venida gloriosa suya que sus jueces van a presenciar, en ella quedará patente que Dios está con Jesús y en contra de la institución que ellos representan; Jesús es acusado de blasfemia y unánimemente condenado a muerte.
14,65: Jesús objeto de burla; se desata el odio contra él, se ridiculiza su calidad de profeta y la profecía que acaba de pronunciar.
14,66-72: Triple negación de Pedro.
La segunda sección (15,1-21) describe el juicio de Jesús ante Pilato y consta de las siguientes partes:
15,1: Entrega de Jesús al poder pagano.
15,2-5: Interrogatorio de Pilato.
15,6-15: Entre Barrabás, un asesino conocido, y Jesús, la multitud, manipulada por sus dirigentes, pide la condena a muerte de Jesús; debilidad de Pilato que traiciona su propia convicción y acaba condenando a Jesús a la cruz.
15,16-20: La burla de los soldados.
15,21: Simón de Cirene, figura del seguidor de Jesús que ejerce la misión universal, es obligado a cargar con la cruz, cumpliendo así la condición del seguimiento (cfr. 8,34).
La tercera sección (15,22-47) describe la crucifixión, muerte y sepultura de Jesús, y consta de las siguientes partes:
15,22-24: Crucifixión; Jesús rechaza el vino drogado; da su vida voluntariamente y con plena conciencia; reparto de sus vestidos.
15,25-32: Las burlas al rey de los judíos; los transeúntes, sumos sacerdotes y compañeros de suplicio se burlan de la realeza de Jesús.
15,33-41: Muerte de Jesús; su grito expresa su confianza plena de Dios en medio de su fracaso; los presentes interpretan mal su grito y uno de ellos le ofrece vinagre, expresión del odio; al morir deja patente al amor de Dios por el hombre («el velo del santuario se rasgó»); el centurión, representante del mundo pagano descubre a Dios en Jesús muerto en la cruz; las mujeres miran «desde lejos» (cfr. 14,54), sin identificarse, por falta de comprensión, con la muerte de Jesús.
15,42-47: Sepultura de Jesús; la losa que tapa su sepulcro aparentemente acaba con la esperanza que había suscitado su persona.
III.4. El recorrido por los relatos de la pasión del Señor, que Marcos ha preparado con tres anuncios a través de su marcha hacia Jerusalén (8,31; 9,31; 10,33-34), no debería sorprender a sus discípulos, pero, sin embargo, les desconcertará de tal modo, que abandonarán a Jesús, lo negarán, como en el caso de Pedro, y marcharán Galilea. Parece como si la última cena con los suyos no hubiera sido más que un encuentro al que estaban acostumbrados, cuando en ella Jesús les ha adelantado su entrega más radical. A la hora de la verdad, en el Calvario, no estarán a su derecha los hijos del Zebedeo, como arrogantemente le habían pedido al maestro camino de Jerusalén (10,35-40), sino dos malhechores. Esto obliga a Marcos a que el reconocimiento de quién es Jesús, en el momento de su muerte, lo pronuncie un pagano, un ateo, el centurión del pelotón romano de ejecución, quien proclama: «verdaderamente este hombre era el hijo de Dios» (15,39). Como vemos, el relato no queda solamente en lo litúrgico, sino que lo teológica es de mucha más envergadura. ¿Nos hubiéramos nosotros quedado allí, junto al Calvario, o nos habríamos marchado también huyendo a nuestra Galilea?
III.5. Todos los aspectos de la lectura de la pasión en Marcos, entre otros muchos posibles, muestran esa teología de gran alcance cristiano, semejante a aquella que encontramos en Pablo, en la carta a los Corintios: «su fuerza se revela en la debilidad». Es lo que se ha llamado, con gran acierto, la sabiduría de la cruz, que es una sabiduría distinta a la que buscaban los griegos y los judíos. El Dios de la cruz, que es el que Marcos quiere presentarnos, no es Dios por ser poderoso, sino por ser débil y crucificado. Es evidente que este es un Dios que escandaliza; por ello se ha permitido que sea un pagano quien al final de la pasión, en el fracaso aparente de la muerte, se atreva a confesar al crucificado como Hijo de Dios. Sin duda que el relato de la pasión de Marcos busca su punto más alto en la muerte de Jesús como una «teofanía», en cuanto revela el poder de Dios que se manifiesta en la debilidad. Marcos pone de manifiesto, pues, que la lógica de Dios es muy distinta de la lógica humana. Pero es innegable que, desde la cruz, el Hijo de Dios confunde la sabiduría humana, la vanagloria, el poderío desbordante, porque frente a tanta miseria, Dios no puede ser un triunfador, sino un apasionado por el misterio de la muerte de Jesús que ha vivido para darnos la libertad.
Miguel de Burgos Núñez OP (1944-2019) nació en Villahermosa (Ciudad Real), el 25 de febrero de 1944. Hizo su Profesión Religiosa el 24 de octubre 1960 y fue ordenado Sacerdote el 18 de febrero 1967. Fue Licenciado en Sagradas Escrituras. El Dr. Miguel Burgos ha realizado estudios especializados de Teología y Sagrada Escritura en la Universidad Santo Tomás de Aquino (Angelicum), donde presentó la tesis doctoral en Teología Bíblica «El evangelio de San Marcos como Teología Crucis», publicada en Sevilla, 1977.
Realizó estudios de especialización en la Escuela Bíblica de Jerusalén y en diversas ocasiones ha recibido cursos en Múnich (RFA), Washington D. C. y Berkeley (California).
El Maestro de la Orden de Predicadores, Fr. Bruno Cadorè, le nombró “Maestro en Sagrada Teología” (2015-16), título que concede la Orden de Predicadores a quienes han dedicado su actividad al estudio y a la enseñanza de la Biblia y la Teología. Tuvo su “Lectio coram”, para ello, con el tema: “La Cristología de la Carta a los Hebreos en el marco del judaísmo del Segundo Templo y del Cristianismo primitivo”
Lecturas bíblicas de hoy, Domingo de Ramos, 24 de marzo de 2024.
Primera lectura
Profeta Isaías 50, 4-7
El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos.
El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás.
Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.
El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Salmo
Sal. 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24 Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere». R/.
Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. R/.
Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R/.
Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. «Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel». R/.
Segunda lectura
Carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 2, 6-11
Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.
Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Evangelio del día
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 15, 1-39
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato.
Pilato le preguntó: S. «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. Él respondió: + «Tú lo dices».
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: S. «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan».
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba extrañado. Por la fiesta solía soltarles un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre. Pilato les preguntó: S. «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?».
C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.
Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: S. «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?».
C. Ellos gritaron de nuevo: S. «Crucifícalo».
C. Pilato les dijo: S. «Pues ¿qué mal ha hecho?».
C. Ellos gritaron más fuerte: S. «Crucifícalo».
C. Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
C. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: S. «¡Salve, rey de los judíos!».
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo.
C. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz. Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»),
C. y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos».
Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
C. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: S. «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz».
C. De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: S. «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos».
C. También los otros crucificados lo insultaban.
C. Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: + «Eloí Eloí, lemá sabaqtaní?».
C. (Que significa: + «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»).
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían: S. «Mira, llama a Elías».
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: S. «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo».
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
C. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: S. «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».
Porque considero que su interpretación de la Carta a los Hebreos es en verdad digna de conocerse, la publico aquí:
Mitin del 8 de enero de 1959 en La Habana. Este plano, rara vez utilizado, muestra al lado de Castro, al colombófilo (persona que se dedica a la cría y adiestramiento de palomas mensajeras) que manipula un reclamo (voz con que un ave llama a otra de su especie, instrumento para llamar a las aves en la caza limitando su voz) para atraer a la palomas hacia el jefe de la Revolución.
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Es la primera biografía que leo de Fidel Castro. Y no me lo explico, ¿cómo con todos los libros que he leído sobre Cuba, sin entrar en la multitud de temas que abarqué porque me interesaban y apasionan la historia, cultura, política y la nación cubanas, nunca me sentí atraída por la vida del hombre? Por supuesto creía que sabía mucho sobre este personaje tenebroso. ¿En qué libro, investigación, periódiocos, películas, documentales, canciones, hechos después de 1959 y ahora en las redes sociales no aparece él como la suprema referencia de la debacle, la ruina, el desastre, la casi muerte de nuestra nación? En todas.
A través de los años, elegir en las librerías o en una biblioteca su biografía nunca me atrajo. Tuve una vez en la mano la Autobiografía de Fidel Castro, narrada en primera persona y dividida en dos tomos, escritos por Norberto Fuentes. Dudé unos momentos con un inusual deseo de leerlos, pero no me los llevé, aunque sabía que eran buenos y revelaban cosas secretas, Fuentes, como sabemos estuvo muy cerca de él siempre, eran amigos muy cercanos. Sabe mucho de su vida. Parece que había leído tanto sobre él creía que no valía la pena leer exclusivamente sobre su vida. Estaba equivocada. Planeo leer los de Fuentes próximamente.
Castro, el desleal, del periodista y escritor francés Serge Raffy, publicado en 2003 en francés y traducido al español en 2006 ha sido una gran revelación. Sí, ciertamente he sabido a través de este libro una buena cantidad de elementos asombrosos, que ignoraba de su vida privada, íntima y me dieron una perspectiva mucho más aclaradora de la verdad que a nivel personal, patológico fue este hombre que cambió mi vida y la de todos los cubanos para siempre. Pero lo que más me impresionó fue su crueldad, su malignidad, su personalidad psicópata.
No voy a hacer aquí una reseña del libro. Sí lo recomiendo a todos los interesados en saber sobre su vida, hasta dónde puede llegar –hasta lo inconcebible– la egolatría y la inmundicia de un líder político que detesta su propio país y a su propio pueblo, excepción hecha de su hermano Raúl Castro Ruz, tan abominable como él.
La paloma como símbolo universal
Solo me detengo en un hecho muy significativo que sucedió el 8 de enero de 1959, cuando Fidel y el ejército rebelde llegaron a La Habana, donde el líder de la revolución daría su primer gran discurso ante las cámaras de televisión, transmitido a todo el país. Este acontecimiento fue trascendente, fue un hito histórico que se transformó de inmediato en la leyenda épica, el vínculo de divinidad que el pueblo cubano le otorgó a Fidel Castro.
Estando el máximo líder de la revolución dando su monumental discurso en el que se destacaban sus referencias y elogios a la paz, la justicia, la libertad que al fin llegaban a Cuba con el triunfo de la Revolución liderada por él, una paloma blanca revoloteó sobre él y de pronto bajó y se posó en su hombro.
Hubo un silencio total en la audiencia. Fidel también dejó de hablar por unos segundos. ¿Qué era eso que acababa de suceder? Para la mayoría del público impresionado aquello era un signo de Dios. Para los católicos sin duda era el Espíritu Santo (en la Biblia aparece siempre en forma de paloma detenida en el cielo sobre Jesús a la vez que se escucha la voz del Padre diciendo: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (Mc 9,7). Para la santería es el dios Obatalá.
La foto que coloco al inicio de este artículo es para mí la más importante, aunque no por supuesto la que inspiró el misticismo, la creencia en el milagro. Esta demuestra la verdad de la mentira erigida en ese instante con el fin de hacer parecer a Fidel Castro como el Mesías. Pongo al pie de la foto, como aparece en el libro Castro, el desleal, que el hombre que aparece detrás como medio escondido, cuyo nombre no he podido encontrar, es especialista en cría y comportamiento de las palomas. Fue él quien untó feromonas en el chaleco de Castro (feromonas: sustancias químicassecretadas por los seres vivos, con el fin de provocar comportamientos específicos en otros individuos de la misma especie. Son un medio de transmisión de señales volátiles producidas en forma líquida, que luego se dispersan por el ambiente). Es lo que le sucedió a las palomas que llegaban al púlpito desde dónde hablaba el máximo líder. Hallé esta sorprendente foto, como dije, en el libro de Serge Raffy. La he buscado en los archivos de imágenes de Google y otros lugares, no aparece. Por eso creo lo que el autor dice, que es una foto raramente utilizada entre las miles que se han reproducida de Fidel y Camilo con las palomas. Así se crean y perpetúan las mentiras que en el imaginario popular se convierten en poderosas leyendas.
No menciono la palabra mito, es muy grande para este hecho. Todo mito es verdad, contrario a la concepción popular, como nos ha dejado claro el gran estudioso de las religiones comparadas Joseph Campbell.
No puedo dejar de mencionar la espeluznante narración, bien documentada, que da el autor de la obra sobre los asesinatos, encarcelamientos por décadas y traiciones que causaron la muerte de los más cercanos, íntimos amigos de Fidel y a la vez, principales jefes de la guerrilla en la Sierra Maestra. Todas estas ejecuciones fueron ordenadas por el propio Fidel Castro.
Tumba de Fidel Castro Ruz en Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. Se dice que allí, donde están las cenizas del dictador, también aparecen palomas volando por el cementerio que terminan posándose en la piedra que encierra su urna.
Arriba: Fidel Castro en la cumbre del poder. Debajo, ya totalmente demente.