¿Por qué sufrimos?

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

Del libro Los heraldos negros (1918), de César Vallejo.

Elegí la imagen intrigante de esta mujer y al instante en mi memoria surgió, como de un mar profundo, la poesía de César Vallejo, que descubre el rostro oculto bajo sus manos. ¿Hay lágrimas en sus ojos? ¿Hay sollozos? Quizá el sufrimiento es tan hondo que no puede, eso sucede.

Como cada persona, sé lo que es sufrir. Pero no creo que haya pasado un tiempo tan doloroso y caótico como estos últimos tres años. Me es imposible contar los grandes pormenores y las partes que conformaron el todo que causó otro golpe y otro y otro, como si una sorpresiva maldad se hubiera confabulado para destrozarme. Y lo logró.

Murió mi hermana súbitamente de un ataque al corazón; murió una prima muy querida, tan impedida y frágil, que ya tenía que moverse en una silla de ruedas por su casa. Me cuenta otro familiar con quien ella hablaba mucho en Cuba, que le pedía que se quedara en el teléfono con ella hablando hasta que le diera sueño, tenía mucho miedo. Varias veces se cayó de la silla de ruedas y se quedaba en el piso largo rato hasta que arrastrándose alcanzaba el teléfono. Murió mi primo más querido, con quién más tiempo primordial compartí y fui feliz desde que ambos, en años muy cercanos, salimos al exilio: yo en 1962, él en 1961. Vivíamos ambos en Nueva York, la ciudad y la época que más he amado fuera de Cuba. Fue nuestro escenario por años, nuestro terreno, nuestra seducción llena de magia, en el que entregamos lo mejor de nuestra adolescencia y juventud.

Murió una amiga muy cercana de muchos años. Cuando estaba con ella llenaba los momentos de alegría, de conversaciones íntimas que nos hacían bien en nuestro caminar distante y a la vez cercano por la vida. Enfermó de Alzheimer una excompañera de estudios universitarios que para mí era de una inteligencia y un talento prodigiosos. Una de las mejores poetas y ensayistas que he conocido. Su casa era una fabulosa biblioteca.

Un día, no hace mucho, supe que había arrojado gran parte de sus libros para la calle. Había botado a la basura lo que formaba parte integral de su vida, eje de su saber, de su memoria portentosa. La hermana tuvo que entrar a la fuerza en la casa, porque se había encerrado y no dejaba entrar a nadie. La encontró en condiciones «infrahumanas», me dijo. Devastada ante lo que vio, logró internarla en un asilo de personas con demencia. La llamé hace un semana después de pensarlo mucho, ¿debía hacerlo? ¿Podría conversar algo con ella? Al fin lo hice. Le dije quién era –habíamos compartido estudios, diálogos, aprendizajes, amistad por varios años en la Universidad–, la saludé con mucho cariño, le dije que quería saber de ella, ¿cómo se sentía? Silencio del otro lado, hasta que al poco rato oí la voz de una empleada del lugar diciéndome que le había dado el teléfono sin decir nada, y se fue caminando.

Parece que lo pasado en tan poco tiempo creó en mí una crisis que de pronto mostró su rostro monstruoso. Una no es invencible.

De esto que voy a hablar ahora hace como dos meses o quizá algo más. Sucedió intempestivamente. Llegó una tristeza inmensa, un sentimiento conocido por mí, pero no el que hizo su entrada en ese momento, en ese día. No fue la culminación de un proceso, creo que más bien fue un signo de la desesperación tan absoluta a la que había llegado. Una mañana me tiré en el piso y con la cabeza sobre la cama sollozando mientras algo se destrozaba dentro de mí, como si nada pudiera contener un deshacimiento que sentía unido al fuerte deseo de morirme. Nunca lo había anhelado tanto. Lo repetí varias veces desesperada, quería morirme, se lo pedí a Dios. Una amiga me acompañaba, me colocó la mano en el hombro, sabía que no habían palabras para el consuelo.

Creo que fue a partir de esa experiencia que cayó en mi pecho algo muy pesado que me ahogaba, a la vez que una sombra lo empezó a cubrir todo. Mi mirada, mi pensamiento, mi imaginación estaban siempre oscuras. Yo no comprendía lo que me estaba pasando, y me causaba desasosiego. Estaba en terreno desconocido.

Una madrugada me desperté asustada porque apenas podía respirar, me faltaba el aire y por más esfuerzo que hacía sentía que no me entraba oxígeno en los pulmones. Me levanté. Caminé por la casa, hice café. La asfixia me duró un poco más de tiempo, hasta que desapareció después de intentar y casi lograr meditar. Es una práctica que me hace mucho bien desde hace tiempo. Medito todas las mañanas cuando me despierto, pero ahora eran las 2:30 am. El resto de la noche la dediqué a un silencio que se tornó apacible y me alivió.

Fue al día siguiente que supe que lo que estaba padeciendo y que se manifestaba de esa manera era una “depresión mayor”, como le llaman clínicamente. Fue la primera vez que la sufría, y me dio mucho miedo, no quisiera volver a pasar por eso.

El tema del sufrimiento como misterio –así recuerdo haberlo visto definido por primera vez por el papa Juan Pablo II– siempre me ha interesado.

Soy católica. Creo en la infinita misericordia de Dios, en su amor incondicional. En que es la bondad misma. Creo que Dios me dio la vida y que será él o ella quien le dé fin. Me dio un tiempo determinado aquí en la Tierra por alguna causa, quizá yo la desconozca todavía, pero la estoy llevando a cabo. La vida es una prueba, y como dice San Pablo ya muy cerca de su muerte: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe» (Segunda carta de San Pablo a Timoteo, 4:2). En otras palabras, terminar la carrera victorioso, haber peleado «la buena batalla» y ganar, no es otra cosa que mantener la fe hasta la muerte. No es fácil. La duda forma parte inherente de la fe, la he tenido, sobre todo cuando vienen golpes arrasadores como estos:. La muerte de mi madre, la huida al exilio, el desarraigo de una diáspora bajo toda apariencia infinita, el fracaso de una relación amorosa hermosa, su fin. Las despedidas.

Entre mis investigaciones, tratando de hallar una respuesta, un alivio, alguna comprensión del sufrimiento no he encontrado nada racional que satisfaga siquiera algo. En efecto, es un misterio que sólo Dios nos puede revelar, ayudar a seguir viviendo a pesar del aniquilamiento, de nuestra muerte en vida. Porque se siente una muerte interior que revive únicamente -es mi caso- con la oración, la fe en Dios, la lectura de la Biblia, de magníficos libros de espiritualidad y el persistente anhelo de la resurrección en el Paraíso.

¿Quién, habiendo leído el Evangelio, no sabe que Cristo considera suyo todo el sufrimiento humano? —Orígenes, Sobre la oración 11.2

Si Cristo sufre con nosotros, y es una de las razones por la que Dios se hizo humano, para solidarizarse con nuestro dolor y darnos la esperanza de la vida eterna, y mostrarnos el rostro visible del Dios invisible, enseñarnos que Dios es Amor, que estamos salvados, que la vida es una lucha, una prueba a perder o ganar, dependiendo del amor que demos en esta vida. Si es así, y para la mujer y el hombre de fe cristiana lo es, entonces se puede seguir viviendo después de golpes como estos. Se puede tener esperanza en un mundo mejor.

Creo en Dios, pero humildemente le pido que aumente mi fe.

Un comentario sobre “¿Por qué sufrimos?

  1. Sirva de lámpara a tus pies y lumbrera a tu camino las palabras del apóstol Pedro: Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo. (1 de Pedro 1: 3 – 7)

    Gracias, Dora, por estas otras páginas escritas en tu Diario íntimo, que son siempre una enseñanza. Saludos.

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